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«Si existe el infierno, debe ser parecido a lo que estamos viviendo». Así de contundente se expresa sor María Ángeles San Juan, trabajadora social y coordinadora de la residencia de San Julián y San Quirce de Burgos, cuando relata lo complicado que está siendo ... atender a los 96 ancianos que residen en el centro, conocido popularmente con el nombre de «Barrantes» y obra social del Cabildo de la Catedral.
Desde que estalló la crisis sanitaria, ha sido testigo de las innumerables medidas que han adoptado para aislar el centro de coronavirus y hacer que los ancianos que allí residen pudieran –y puedan– vivir con la mayor dignidad posible el drama generado por la epidemia, y no solo evitando los contagios. En su opinión, la pandemia ha sacado a la luz la «indiferencia» que la actual sociedad tiene hacia el mundo de la ancianidad, por el que existe un «escaso valor» y una «dolorosa actitud».
«Hemos pensado que las residencias son los mejores lugares para los mayores; pensábamos que allí iban a ser felices, y más cuanto fueran más lujosas, pero olvidamos que ellos son los protagonistas de su propia historia y muchas veces no se respetan ni sus ideales ni sus valores, son los demás los que siempre deciden por ellos», denuncia.
Para esta Hija de la Caridad, la alerta sanitaria ha demostrado que existe un «amplio grado de desconocimiento» sobre lo que las personas ancianas demandan y necesitan y reclama que la sociedad vea a sus mayores como «personas iguales» y no como «bienes amortizados» a los que se aísla y a quienes se les impide ser patrones de la etapa final de su historia. «Hemos puesto valor a las cosas y a las personas; solo sirven para la sociedad las personas que valen, pero quien ya demanda cuidados, a esos se les aparta porque no producen beneficio».
José María Acosta, director gerente de Barrantes, asiente a sus palabras. En su opinión, la crisis vivida en torno a las residencias es el resultado de lo que ha cultivado la sociedad de un tiempo a esta parte, en la que subraya pérdida de valores, un aumento significativo de manifestaciones egoístas y una falta de respeto hacia los mayores y todo lo relacionado con el mundo de la fragilidad. «Así –asegura– lo único que hemos conseguido son ancianos resignados, personas grises que tienden a desaparecer de nuestra sociedad», una «marginación social por cuestiones de edad» hacia un colectivo al que se tiende a asilar cada vez más.
Los dos trabajadores de la residencia coinciden en subrayar lo «duro, complicado y difícil» que está siendo atender a los ancianos durante la crisis sanitaria, donde el «descomunal» papeleo y los informes que tienen que enviar cada día a las administraciones públicas les resta tiempo para atender como se merecen las necesidades de sus residentes. «Ahora es cuando las administraciones parece que se preocupan por este mundo, es como si quisieran recuperar el tiempo perdido» o, lo que es peor, limpiarse las manos y «responsabilizar de los contagios y las muertes a las propias residencias», denuncian.
Según indican, los fallecimientos que se han producido en numerosas residencias de todo el país han sido consecuencia de una desatención real y efectiva por parte de las administraciones hacia los mayores, a los que se ha tratado como «ciudadanos de segunda» durante toda la pandemia no solo por no tratarlos como se merecían en los hospitales (a muchos de ellos se les ha privado de respiradores solo por su edad), sino por haber endurecido las medidas sanitarias solo con este colectivo tan vulnerable con protocolos más estrictos que para el resto de la población o incluso con otros ancianos que no viven en residencias.
«Desde el 30 de marzo y hasta el fin del estado de alarma, nuestros mayores han tenido que quedarse aislados en la residencia, mientras otros ancianos podrían salir a la calle en determinadas horas del día para hacer más flexible el confinamiento», denuncian. Ello ha provocado «un gran sufrimiento para nuestros residentes y para nosotros, porque muchas veces no estamos de acuerdo con ese trato diferenciador», apostillan, mientras recuerdan una vez más que las medidas se han vuelto a restringir con dureza, limitando de nuevo las visitas y prohibiendo las salidas a la calle. Lo mismo denuncian de sus trabajadores, a los que también se les considera como «sanitarios de segunda», pues se les incluye en el mismo paquete que a los mayores.
Ahora, las autoridades sanitarias piensan que la solución a los contagios sería medicalizar las residencias, algo a lo que se oponen tanto José María como la consagrada: «No tenemos medios ni personal cualificado y eso sería responsabilizarnos de cuestiones sanitarias y humanitarias para las que no estamos preparados», mientras exigen que el cuidado en los hospitales sea también un derecho para los mayores, al que deberían acudir siempre que lo necesitaran. «¿Por qué convertir la residencia en un hospital, si ya los hay? ¿Por qué un anciano tienen que pasar sus últimos días en un hospital? Esto es una prolongación de su familia; no es un hospital, sino un hogar, una casa», justifican.
Sor María Ángeles aboga por un plan de trabajo que dignifique realmente a las personas y evite una normativa común para todos: «¿Por qué lo que es bueno para una persona debería serlo también para la otra? ¿Por qué el cuidado ha de ser el mismo si cada uno es diferente?», se cuestiona.
A pesar del drama, ambos subrayan que lo evidenciado estos meses puede ser una oportunidad para dignificar la ancianidad. Desean que la sociedad «no los haga invisibles», tal como puede leerse en una pancarta a la entrada de la residencia, y que el mundo trate a los ancianos «con la dignidad y los derechos que les estamos arrebatando». «Nadie ha dado en estos días un mensaje de esperanza al mundo de las residencias, todo eran noticias negativas en los medios de comunicación y nosotros necesitamos piropos, cariño, alegría, regalos afectivos porque estamos vivos y deseamos vivir», subraya sor María Ángeles.
Para José María, es urgente que la sociedad abandone el «edadismo» (la discriminación social por cuestiones de edad) y permita a los mayores desarrollar su propio proyecto vital, «dejar que vivan su vida sin arrebatarles la dignidad, que no se pierde por el hecho de ser mayor».
Ambos abogan por «hacer de la humanidad nuestro principal valor» en el trato con los ancianos y hacerles protagonistas de su propia historia, evitando que sean otros los que decidan por ellos. «Nosotros siempre hemos dicho que ellos son nuestros propios jefes, que son los que deben decidir, nosotros simplemente les queremos acompañar en la etapa final de su vida. Necesitamos, como sociedad, aprender a ponernos en la piel de los ancianos».
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