Viéndole con esa cresta de guerrero picto, a uno no le cabe ninguna duda de que Gummo ha nacido para esto. Su reino es el de los espacios abiertos y las grandes soledades, rodeado de 'praus' de un verde jugoso y encajado entre circos de ... caliza que saludan al amanecer con el mismo desdén que al crepúsculo. Él y Tania Plaza son los guardas del refugio del Meicín, en el Macizo de Ubiña. La alerta sanitaria les sorprendió en ese balcón privilegiado que queda a la izquierda según entras en Asturias por el Puerto de Pajares, rodeado de cumbres de entre 2.000 y 2.400 metros. Tania advierte que ellos no cierran nunca, pero aguantar al pie del cañón cuando el resto del mundo está confinado en sus casas y el monte es un páramo desierto se le hace cuesta arriba. «La niebla entró hace tres semanas y salvo en contadas ocasiones no se ve nada. Si a eso le sumas que no llega nadie y que tú tampoco puedes salir del refugio... pues sí, es un poco agobiante».
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Como Tania y Gummo son decenas los guardas de toda España que velan por el mantenimiento y la seguridad de los refugios, aunque a la mayoría el confinamiento les sorprendió en sus casas antes de que empezara una temporada que tiene uno de sus mayores picos de afluencia en los meses de marzo, abril y mayo. No es fácil. Acostumbrados a sesiones maratonianas que en algunos casos llevan además aparejada la función de guías, el cambio de escenario les obliga a exprimir el ingenio y a establecer rutinas para no acabar aborreciendo del silencio. «Nos levantamos tarde, vemos las noticias, hacemos los arreglos que toquen y sacamos a 'Ur', 'Dante' y 'Hera'», tres schnauzers gigantes que les acompañan. «La última vez que vi a un ser humano fue el 12 de marzo». Bueno, esa y cuando los de Protección Civil les subieron las provisiones desde Pola de Lena, «el último tramo a caballo», explica Tania mientras dirige la vista hacia Viña Grande, Los Castillines o Puerta del Arco, todas cumbres nevadas de entre 2.000 y 2.400 metros.
El confinamiento ha puesto en entredicho el futuro de muchos guardas, que explotan los refugios en régimen de concesión. Se han echado a perder los meses de primavera, cuando la nieve tiene las condiciones idóneas para esquiar, y nada garantiza que se vaya a recuperar la normalidad en verano, cuando hacen «la caja que les permite aguantar el invierno siguiente», explica José Ángel Sánchez, del refugio oscense de los Ibones de Bachimaña, en el Valle de Tena, un idílico rincón emboscado en la frontera de Francia. «Tengo más dinero en el congelador que en la cuenta corriente», bromea haciendo de tripas corazón. «Contratamos un helicóptero para traer los suministros justo antes del estado de alarma, porque esta zona es muy atractiva para los amantes de la alta montaña y la Federación Aragonesa mantiene abiertos los refugios todo el año. Cuatro vuelos hizo en total, imagínate lo que hay metido ahí dentro. Por no hablar de todos los productos frescos que no aguantan y acabas tirando».
José Ángel se reparte la tarea con Segismundo. Cada uno hace turnos de diez días a 2.200 metros de altitud, y este pasado miércoles le ha tocado darle el relevo. No les falta trabajo, empezando por las mediciones que realizan para la Agencia Española de Meteorología, Aemet. «Temperatura, precipitaciones, nubes, velocidad del viento, tipo de nieve.... También hacemos sondeos para conocer el riesgo de aludes». El rigor de las temperaturas obliga a hacer constantes arreglos. Hay que repasar los conductos de la calefacción, los aislantes o sellar con silicona las duchas. Hace un par de semanas tuvo que emplearse a fondo para arreglar el congelador. «Electricista, fontanero... Tienes que saber de todo, estamos a dos horas del balneario de Panticosa y aquí arriba sólo se llega andando. Imagínate que tienes que pedir ayuda cada vez que se estropea algo».
Estos días, la situación de algunos de estos albergues roza el drama. En Góriz, situado entre el Valle de Ordesa y Monte Perdido, la coyuntura se ha traducido en un ERTE que afecta a tres personas. Y eso en uno de los refugios más emblemáticos del Pirineo, con gran afluencia de público en condiciones normales, ansiosos de recorrer el GR11 y el Valle de Ordesa, o de ascender la Brecha de Rolando, Monte Perdido o el Cilindro de Marboré. Luis Muñoz, madrileño, es uno de los cuatro guardas titulares, responsables del lugar . En su caso, estar en la punta del monte no le ha librado de los efectos del coronavirus. «No lo he pasado, pero el último grupo que tuvimos alojado nos avisó más tarde de que mostraban síntomas, así que la cocinera y yo tuvimos que guardar cuarentena ahí arriba, no fuera que bajásemos y contagiáramos a todo el mundo».
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Su compañero Iban Urbieta, de Aizarna (Gipuzkoa), no lleva muy bien lo de estar solo ahí arriba. «Llevo 20 años trabajando allí y ha habido febreros con fuertes nevadas que no ha subido nadie, pero al menos éramos dos por si pasa cualquier cosa. Esta vez estaba solo y sí que he notado la diferencia. Ha nevado, llovido. Mal tiempo. Y no puedes alejarte del refugio. Imagínate que te tuerces un tobillo y tienes que llamar a un helicóptero. ¡Menudo pollo que montas por una imprudencia!». Acostumbrado a las multitudes que se acercan hasta la Cola de Caballo, la cascada que es seña de identidad del parque, Urbieta confiesa que el silencio ahora es «sobrecogedor», sin otra compañía que los sarrios, las marmotas que ahora están despertando y, cómo no, su perro, un border collie llamado 'Egur'.
Las horas pasan muy despacio. «Aprovechas para pintar las paredes para que todo este impecable cuando se restablezca la normalidad, aunque no hay garantía de nada. Estaba todo reservado para Semana Santa y casi completo también el verano. Menos mal que no hicimos el último porteo porque nos lo hubiéramos tenido que comer nosotros». Para Iban, el futuro inmediato es una incógnita que le tiene muy preocupado. «El refugio tiene capacidad para 80 personas, en habitaciones de 12 plazas, pero la necesidad de guardar distancias de seguridad va a obligar, al menos acorto y medio plazo, a reducir aforos. Antes no dábamos abasto, pero ahora ¿qué hacemos con los trabajadores?».
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En la Sierra de Guadarrama, en medio de esa mancha descomunal de pinos silvestres que se derrama entre La Granja de San Ildefonso (Segovia) y Rascafría (Madrid), está el refugio de Cotos. Aquí se intuye la civilización, a la que le unen una estación de tren y una carretera que recorre arriba y abajo la patrulla de la Guardia Civil. Lo regenta Carlos Pérez, el único que ha sobrevivido a un ERTE que se ha llevado por delante a seis compañeros, lo que no le impide hablar en plural, quizá para insuflarse ánimos. «No paramos. Cuando no estamos arreglando las duchas o recogiendo leña -aquí se alcanzan los -2º por las noches-, toca montar las cámaras frigoríficas en la terraza. Acabo de instalar un sistema de limpieza con ozono, desinfecta más que la lejía», dice mientras 'Darko' y 'Mika' le dirigen una mirada suplicante.
Trabaja con la premisa de que «abriremos a principios de junio. En cuanto se suavicen las medidas de confinamiento, éste va a ser el primer lugar al que la gente venga. De lo que estamos seguros es de que saldremos de ésta y la gente volverá a disfrutar de la montaña». Mientras el sol se esconde por el bosque de Valsaín, hace cálculos y más cálculos. «De 40 plazas tendremos que bajar a 20 -desliza- y si en el restaurante podían comer 60, ahora serán sólo la mitad». Es inasequible al desaliento. «Haciendo la reserva ahora, 2 x 1 hasta diciembre».
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Más al sur, en Sierra Nevada, Rafael Quintero y Ansi Moslero tratan de poner al mal tiempo buena cara, fundamental en un refugio que puede permanecer aislado seis meses al año. Poqueira es el situado a mayor altitud de toda la Península -sólo le supera en España Altavista, en el Teide-. A 2.500 metros de altitud, el mantenimiento es causa de muchos desvelos. «Aquí pasamos de -25º en invierno a 30º en agosto. Hay que estar encima para que tuberías y termos no se congelen», explica Rafael, que lleva 24 años atrincherado en las faldas del Mulhacén «y no me va a echar el virus».
Para él, ser guarda es una filosofía de vida, «cómo aguantas si no un año como éste». El refugio, desde donde los días claros es posible ver las montañas del Rif marroquí, ha pasado de encadenar llenos a no tener nadie. «Esto no es un negocio. Tampoco estamos subvencionados; al contrario, pagamos. Nuestro cometido va más allá de vender unas cervezas y patatas fritas. Somos botiquín, helipuerto, si alguien se extravía movilizamos a quien haga falta para salir en su busca... El pueblo más cercano es Capileira y está a cuatro horas a pie, figúrese».
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El edificio tiene capacidad para cien personas y la forma en que funcionaba hasta ahora no va a ser posible en muchos meses. «Pero le diré una cosa: cuando volvamos a la normalidad, la gente, harta de estar encerrada, volverá a la montaña y cometerá imprudencias, no medirá sus fuerzas, sufrirá despistes.... Y nosotros estaremos aquí para ayudarles».
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