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Cuando Guillermo Borés era un niño, el mar quedaba a 800 metros de donde llega ahora. Sesenta años después, aquella playa que separaba el Mediterráneo de la isla de Buda, propiedad de su familia desde hace tres generaciones, es una fina línea discontinua donde trabajan tractores y excavadoras en un desesperado intento por restablecer la barra de arena que se llevó el pasado enero la borrasca 'Gloria', ese fenómeno meteorológico con nombre de ragazza italiana y un poder destructivo mayor que el registrado en décadas.
El temporal, que azotó el delta del Ebro con rachas de 100 km/hora y olas que alcanzaron nueve metros en el puerto de L'Ampolla, sonó a seria advertencia en un litoral que apenas levanta 80 centímetros de media sobre el nivel del Mediterráneo. Sin nuevos aportes de sedimentos que permitan hacer frente a la erosión marina, atrapados en embalses como Mequinenza y Ribarroja, el mar se abrió paso a través de 3.300 hectáreas de tierra fértil, comprometiendo los arrozales, mientras el viento desarbolaba las hileras de bateas y arruinaba a los productores de moluscos. En algunos casos, el oleaje arrebató tierras de cultivo que ya no se recuperarán; en otros, el agua salada invadió las parcelas, obligando a lavar tierras que deberían estar secándose para poderlas roturar en este mes de marzo que comienza hoy. Las pérdidas de este último temporal, asegura Manel Ferré, de la Comunidad de Regantes del Canal Derecho del Ebro, superan ya los 6 millones de euros. «Y nadie garantiza que esto no se repita».
«El escenario es complejo, con un mar cada vez más alto y un delta que se hunde sin remedio al carecer de un aporte de sedimentos que compense la erosión», advierte el investigador Nuno Caiola desde el Instituto de Investigación y Tecnología Agroalimentarias (IRTA). En la playa de La Marquesa, las consecuencias de la borrasca de enero son dolorosamente visibles. El restaurante Los Vascos ha sobrevivido al embate de la naturaleza protegido por una escollera de piedras que enfrentó a Costas con Marcela Otamendi, su propietaria, ya que el entorno está protegido y las necesidades de sus pobladores a menudo no encajan con la tupida red de directivas llamadas a preservar los valores del lugar.
A seis kilómetros en línea recta, los limos cierran cada vez más la bahía del Fangar, amenazando los cultivos de ostras y mejillones, especies que necesitan que el agua se reponga para asegurar su oxigenación. «La arena que sobra en un sitio podría suponer la salvación de otro, pero nadie hace nada, ni Gobierno central ni Generalitat», se desespera Gerardo Bonet, gerente de la Federación local de Productores de Moluscos. «El delta, repiten los científicos, es un sistema dinámico, con lo que esos aportes acabarán desplazándose, pero para nosotros es garantía de supervivencia». Para Nuno Caiola la solución no es tan sencilla. «Harían falta un millón de toneladas. Y eso todos los años. ¿Qué administración está dispuesta a comprometer ese volumen de gasto?».
Desde El Trabucador a L'Ampolla los destrozos fueron incontables: los paseos devinieron en escombreras de cascotes y plásticos, las palmeras quedaron reducidas a lastimeros tocones y al fondo, en la bahía que envuelve la península del Fangar, las bateas mejilloneras mostraban un aspecto desolado. De las 74 que se levantaban orgullosas a finales de año, una treintena quedaron dañadas o destrozadas, según cálculos de Gerardo Bonet. Aquí también las pérdidas fueron millonarias: entre el Fangar y los Alfacs, la bahía que se extiende al sur frente a San Carles de la Rápita: 380.000 kilos de mejillones, 127.000 de ostras... Más de 8.000 postes que se emparrillan y clavan al fondo para cultivar ese regalo del mar llevan semanas llegando a la costa, arrancados de cuajo por la fuerza del temporal.
Albert Pons, responsable sindical del sector del arroz en la Unió de Pagesos, fue otro de los damnificados. Cultiva 90 hectáreas, de las que 10 se inundaron con agua de mar y otras 40 quedaron afectadas por una especie invasora, la del caracol manzana, que se come las plantas del arroz y al que las crecidas han permitido colonizar amplios espacios. «Recogemos la cosecha en septiembre y eso nos ha salvado, de lo contrario hubiera sido la ruina». Pero el futuro no pinta bien. Los canales de regadíos anegaban semanas después los campos en una carrera contrarreloj por 'limpiar' los suelos salinizados, de manera que puedan estar listos para la siembra a finales de abril.
En este escenario, Administración y afectados están más alejados que nunca. Mientras los primeros, secundados por los ecologistas, recuerdan que no se pueden poner puertas a la naturaleza, los segundos se niegan a retroceder «ni un palmo más». Reniegan de la política de expropiaciones que es «una huida a ninguna parte», resume Pons, quien engrosó una manifestación de 200 tractores con el que los payeses mostraron su indignación. A su juicio, la punta de flecha que es el delta, modelada durante miles de años a partir de limos, se enfrenta ahora a un triple desafío. La bajada de los caudales del Ebro, el nulo aporte de sedimentos a la desembocadura y la subida del nivel del mar como consecuencia del cambio climático ha puesto contra las cuerdas a un ecosistema vulnerable donde los haya, paso obligado de especies migratorias y con una economía ligada a cultivos que se implantaron a mediados del siglo XIX, cuando la región era un yermo de cañas y barro, el paludismo y la leptospirosis campaban a sus anchas, y los pioneros, siempre a expensas de las crecidas, caían como moscas.
¿Qué tuvo de especial este último temporal en una zona periódicamente sacudida por inundaciones y gotas frías? ¿Es un signo de lo que está por venir? «Llueve lo mismo que llovía antes, pero cada vez menos veces y cuando descarga lo hace con más intensidad», argumenta Pere Quintana, del Observatorio del Delta el Ebro. El investigador recuerda que el cambio climático ha saltado de las gráficas a la realidad y cuando golpea lo hace con saña. «El mar se calienta a un ritmo galopante, acumula más energía y eso propicia el desarrollo de tormentas y eventos extremos. También sube de nivel, poniendo en aprietos las zonas costeras», ilustra Quintana. Los payeses, por su parte, preconizan un desastre gigantesco si, «como venimos denunciando desde hace 20 años», las administraciones no se unen para «detener al mar», advierte Manel Ferré. «Hay menos precipitaciones en los Pirineos, con lo que el caudal de los ríos ha bajado a mínimos históricos, creando un panorama cada vez más árido y, por consiguiente, más necesitado de agua». No hay una política adecuada de gestión de bosques -los que más agua consumen- denuncia Quintana, y al mismo tiempo «suben las necesidades de regadíos, que se introducen incluso en cultivos que han sido tradicionalmente de secano, como las vides, los olivos o los almendros».
Más grave aún que la cantidad de agua que llega al mar, y que ha sido objeto de luchas feroces por y contra los trasvases, son los sedimentos que han dejado de depositarse en el delta desde hace medio siglo. «El resultado es un escenario complejo, con un mar cada vez más alto y un delta que se hunde sin remedio y donde no hay un aporte de lodos que compense la erosión», advierte Nuno Caiola. «Hay un problema y una solución, pero esta no se adopta por cómo afectaría a la gestión del agua, a las empresas eléctricas o a los planes para aumentar el regadío en Aragón. Al final, como sucede con tantas otras cosas, es un tema de voluntad política». La cuestión es si nos queda tiempo.
La entrada de agua salada en las lagunas del delta es un problema de consecuencias gravísimas, al salinizarse entornos naturales que son hábitats de fauna acuática, vertebrados, invertebrados, algas, macrófitos y plantas superiores. Especies muy sensibles a cambios en el agua, «susceptibles de morir por estrés osmótico que ocasiona una salinización repentina del medio», explica Guillermo Bores, propietario junto a la Generalitat de la isla de Buda, un paraíso de biodiversidad en el que ecosistemas marinos y fluviales se juntan para crear un hábitat de gran valor faunístico.
Patos reales, garzas, abocetas, agujas colinegras, ibis, cormoranes, flamencos... El parque natural da cabida, sobre todo en otoño, a más de 300 especies de aves, la mitad de las cuales escogen este lugar para anidar. Su presencia condiciona los cultivos, obligando por ejemplo a los agricultores a evitar el empleo de pesticidas, lo que justifica una línea de subvenciones para garantizar ese equilibrio.
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