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Pese a lo desolador del panorama, Antonio Saz reivindica un modo de vida que trae consigo también satisfacciones. «La gente a menudo olvida que muchos hemos apostado por quedarnos en el pueblo. Será por algo, digo yo. Tenemos un entorno más saludable, perdemos menos tiempo ... en los desplazamientos -a mí me lleva tres minutos ir al trabajo y otros tantos volver-, nuestros hijos pueden jugar en la calle sin que eso represente un problema».
Tampoco Rosa Arranz tiene que pensar mucho para hallar motivos que le compensen. «La relación vecinal tiene más peso que en la ciudad. Saber, y eso lo hemos vivido mucho en pandemia, que no estás solo, que siempre hay gente dispuesta a echarte una mano, lo mismo da que seas o no de la familia, no tiene precio. Para la compra, llamar al médico, dar conversación... Además, puede que no tengamos acceso a la oferta cultural de una ciudad, pero en el pueblo con cuatro euros nos hacemos unos programas culturales increíbles».
«La paradoja -explica Del Molino- es que, pese a que la brecha de la desigualdad se ha hecho más grande, con el país dividido en dos después del último éxodo rural, hemos pasado de un campesinado de subsistencia casi medieval, a un bienestar más universal. No tienes que estar en la ciudad para ver series de Netflix».
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