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Morir de pena

Si algo da sentido a las medidas para contener los brotes, es preservar la seguridad de nuestros mayores, aunque el confinamiento les ahoga en una tristeza difícil de sobrellevar

Gloria Díez

Burgos

Lunes, 17 de agosto 2020, 08:10

«Sentimiento grande de tristeza» es la primera acepción que recoge la RAE para el término «pena». Es el concepto que define el estado de ánimo de muchos burgaleses durante los últimos días y el de la mayoría de los arandinos desde que se decretase ... el confinamiento de la localidad. Proviene de la incomprensión de las medidas aplicadas, de la incertidumbre y del miedo al futuro y a la evolución de una pandemia que, a tenor de los datos que ofrece la Junta de Castilla y León, continúa su avance imparable.

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La nueva normalidad es restringir el contacto social, es reducir el círculo de reuniones, es limitar la exposición en espacios cerrados, llevar mascarilla, evitar besos y abrazos y extremar distancia e higiene. Pero hay otra dimensión en este escenario. En ella se encuentran los que arrastran la tristeza desde el pasado mes de marzo, los más vulnerables, los que no han llegado a desconfinarse. Son nuestros mayores, nuestros abuelos.

Mientras la sociedad lamenta no poder beber una copa pasadas las 12 de la noche en un bar, en las residencias las puertas permanecen cerradas a cal y canto. Muchos lloran en sus habitaciones, preguntan por los suyos o se niegan a comer porque la tristeza les embarga y, a pesar del trabajo encomiable de los trabajadores y trabajadoras de estos centros, hay vacíos que no pueden llenar. Una de las caras más crudas y más humanas del confinamiento en Aranda y de la que pocos hablan en redes sociales cuando proclaman sus alegatos, ha sido el cierre (de nuevo) de muchas residencias de mayores. Gerentes y cuidadores tienen pánico, cuando el virus cruzó sus puertas el invierno pasado, se llevó por delante a demasiadas personas, nunca sabremos a cuántas con exactitud.

Los ancianos que conservan la cordura tienen miedo, algunos superaron el virus y vieron morir a familiares y amigos allí dentro, en soledad. Les aterra salir icluso de sus habitaciones, «por si acaso». Quienes tienen algo deteriorada la conciencia de sí mismos y del espacio que les rodea no pueden razonar acerca de la situación y de la necesidad de cumplir las normas higiénico-sanitarias, pero todavía pueden percibir que llevan demasiado tiempo sin ver a su familia, «¿por qué no vienen a verme?», «¿por qué no puedo salir?». Las emociones nunca se van del todo y la tristeza, la pena radical, les lleva en ocasiones a rechazar la comida.

El estado de alarma continúa de forma silenciosa en muchos centros de mayores, el confinamiento está siendo una cadena perpetua para ellos pero la covid es una condena a muerte. Si hay que buscar un sentido a todas las medidas que la sociedad ha tenido que adoptar e interiorizar durante los últimos meses, es sin duda el de preservar la seguridad de los más débiles, de los que lo han vivido casi todo, de quienes nos lo han dado todo y son los que ahora pasan su última etapa de la vida en la más absoluta soledad. Que nadie se olvide de los abuelos, porque de pena también se muere.

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