Ancha es Castilla. En pocos lugares uno se hace tan consciente de esa expresión como cuando se encarama al roquedal de la Mesa de Oña (1.205 metros, norte de Burgos). En lontananza, las generosas fincas cerealeras de la Bureba. Donde se acaba la vista, ... uno intuye que Castilla debe ser más, mucho más. Y así es.
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Mucha historia ha pisado las laderas que conducen hasta este farallón de tierra adentro, un acantilado clave en el dominio de amplios territorios y que hoy son el hogar de amplias familias de aves rapaces (águilas reales y perdiceras), alimoches y buitres. En esta zona nació todo lo que somos: el territorio y también la lengua. A estas alturas nadie discute que los primeros balbuceos del castellano tienen su bautismo en la no muy lejana colegiata de Santa María de Valpuesta (y sus 'Cartularios').
Acostada en un desfiladero, al abrigo de esta trinchera natural, la villa de Oña ha ligado su suerte a la de la Mesa. Las crónicas sitúan su entrada en la historia a mediados del siglo VIII. Entonces creció como un baluarte, una fortificación clave en uno de los accesos a los terrenos escarpados donde se habían refugiado los cristianos huyendo del avance y la presión de la conquista islámica.
A Oña, siempre con su Mesa como testigo, el primer conde independiente de Castilla, Fernán González, le concede sus primeros privilegios. Su nieto, Sancho García, eleva su rango a condado y funda un monasterio que ya supera los mil años de historia. Y que es la tumba en la que descansan las primeras sagas de monarcas castellanos. 'El Cronicón' relato teatralizado de aquellas gestas e interpretado por los propios vecinos de Oña, reúne cada mes de agosto a miles de curiosos deseosos de profundizar en las raíces de esa Castilla que aún necesitó casi cinco siglos para empezar a fundar un imperio bajo los auspicios de Isabel y Fernando (el de Aragón).
Y hablando de coronas reales, de esta Mesa de Oña podríamos decir que es la 'coronación' de una naturaleza singular. Hoy es una de las cimas del parque natural Montes Obarenes-San Zadornil, un espacio protegido en la que es la última y más meridional de las estribaciones de la cordillera Cantábrica. No la más alta, ese honor corresponde al Pan Perdido (1.237 metros), pero sí la más singular.
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El contraste de formaciones naturales es extremo. El caserío de Oña se hace fuerte y escarba en el escaso terreno ganado a los cortados del río Ebro, el 'Amazonas' peninsular por volúmenes de agua y extensión. A lo largo de la historia, 'escultores' pacientes y naturales como los afluentes del Oca, el Sobrón y el Purón, han cincelado gargantas y paredes que siembran la congoja, la sensación de nadería entre los que se adentran por sus miradores.
Por eso y dentro de los 23 senderos marcados para los amantes de la naturaleza, el que asciende desde Oña hasta su orgullosa Mesa por el camino de Valdeperos es uno de los más apreciados. Aquí la naturaleza ya no atenaza sino que abre la vista y los pulmones. La alfombra de boj que decora sus laderas nunca es lo bastante profunda como para cegar la luz. Cuando se llega a la cima y se abre la mirada al abismo de Castilla, uno entiende lo que debe ser asomarse al 'non plus ultra' terrestre. El mar seco en toda su amplitud.
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