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La apuesta de esta serie era firme: abracemos la mitología griega y traigámosla al presente —vestimenta, formas de hablar— con una millonada. Mezclemos tres o cuatro mitos resultones y démosle bastante vuelco para hacerlo llamativo, interesante, y que todo quede mínimamente conectado. Bueno, pues eso lo han logrado, pero satisfacer al aficionado a la Grecia Clásica es ya otra historia: en esta ocasión ocho horas es poquísimo para abarcar el infinito mundo de nombres e historias disponibles, y como suele pasar en todas las adaptaciones, todo queda muy en la superficie para quien se haya asomado alguna vez a la profundidad. El principal logro, eso sí, es transmitir los valores puramente negativos que encerraban los dioses griegos, es decir, todas las debilidades humanas elevadas a la enésima potencia. En este caso, narcisismo, hipocondría, manía persecutoria, solipsismo, rencor y venganza, incontinencia sexual, y por supuesto miedo a la muerte (aquí a la no inmortalidad). Y el mejor en todo ello, claro, es Zeus.
El rey de los dioses aquí es Jeff Goldblum, que cambia su inolvidable chupa de cuero de Jurassic Park por unos muy estilosos chándales de estar por casa (casi más parecido a su faceta de pianista crooner en la vida real). Papel originalmente aceptado por Hugh Grant pero luego rechazado, lo muestra tan megalomaníaco como solo puede serlo el número uno del Olimpo. Alejado de cualquier ética, provoca a placer catástrofes naturales, coacciona a los humanos y a los demás dioses y se obsesiona hasta el infinito con una arruga que le sale en la frente. La cólera de Zeus hacia el final de la serie es una maravilla que Goldblum se estaba guardando todos los primeros capítulos.
Pero los humanos también tienen sus problemas, y los dioses son parte de ellos. Está el gran músico Orfeo (para mi gusto la peor interpretación de la serie) y su amada Eurídice, de aciago destino. Conoceremos al poderoso rey Minos y su hija Ariadna, con un Teseo guardaespaldas a quien perdemos la pista a mitad de la serie y nadie se acuerda de él. Viven en Creta, y el palacio real es, sin cambiarle un ladrillo, la Plaza de España de Sevilla. El resto de la «isla», por cierto, se ha grabado en múltiples localizaciones de la provincia de Málaga, también por ejemplo en Almería, Valencia, Madrid (el templo de Hera es el Salón del Buen Retiro, pero aquí sí que le han lavado la cara), y varios palacios italianos.
Gran parte de la serie ocurre en el inframundo, donde las almas cruzan a un supuesto «otro lado». Las almas migran a través del acertadamente llamado Asphodel —por una planta utilizada en enterramientos a lo largo del Mediterráneo— una especie de centro de recepción de espíritus, que incluye monísimos cancerberos que olisquean como si buscasen cocaína en el aeropuerto. Todas las secuencias en este mundo de muertos están en blanco y negro, y es de agradecer una cierta madurez y templanza en el personaje de Hades (el querido David Thewlis), alejado de la caricatura de Disney que eligió a este dios como antagonista malvadísimo en el 'Hércules' de 1997.
El narrador, de todas formas, es otro: el titán Prometeo, un Stephen Dillane muy distinto de aquel Stannis Baratheon que hizo en 'Juego de Tronos'. Es el gran benefactor de los humanos ante la crueldad de los dioses (que como si fueran cálculos electorales, proyectan desastres naturales para generar más desesperación y culto), aunque a mediados de la serie también él se desinfla. Con toda la enjundia que tendría el personaje mitológico, cuesta un poco ser consciente de lo mucho se ha dejado de lado, igual que pasa con Orfeo, Teseo, y sobre todo Dionisos, dios maravilloso del vino y el exceso al que han elegido convertir en un post-adolescente perdido en la vida y muy poco poderoso (dicho lo cual, la interpretación es decente y el actor un descubrimiento, como Aurora Perrineau, que hace de Eurídice).
El rodaje ha sido tremendamente caro, y ese será a todas luces un factor clave para la cancelación, ya anunciada, de su segunda temporada. Pese a contar con parte del equipo creativo de 'The End of the Fucking World', no consigue ser tan genuina e incorrecta como aquella. Hay grandes aciertos estéticos, como las estancias de Hera con sus lenguas o el bar de mala muerte desde el que se accede al infierno (el antiguo Restaurante Alfaro, en el desierto de Tabernas). Pero al final no hay mucha enseñanza, los mitos generan un popurrí un poco absurdo para quien los conozca, y algunos temas duros que se tratan luego se olvidan inmediatamente (todo el supuesto problema de los troyanos refugiados simplemente desaparece a mitad de serie). Estas irregularidades hacen que el regusto final nos deje un poco a medias. Con todo y eso, es un loable intento que supera la media de las producciones televisivas generalistas con creces.
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