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Vista la cuarta entrega de la serie del momento, que no deja de nutrir teorías inspiradas, y algún que otro exabrupto desde el fundamentalismo más previsible y reaccionario, toca dar carpetazo a las polémicas sobre la inclusión forzada, un disparate conociendo el carácter multicultural de ... la obra de Tolkien, para profundizar con tesón en una historia inspirada en los textos del reconocido escritor. La ficción puede permitirse ciertas licencias literarias en pos del entretenimiento, lo ha hecho siempre en las adaptaciones a lo largo del tiempo, máxime si hay fantasía de por medio. La libertad creativa no entiende de corsés.
Tras cuatro capítulos queda claro de qué material tienen los derechos comprados, y el resto los guionistas se lo inventan, de ahí que sea una derivación confesa desde el principio. Al que esto escribe no le molesta la suma de ideas cuando se respeta la esencia. Quienes hayan jugado partidas de rol de 'El Señor de los Anillos', un título esencial en la difusión de esta forma de ocio, han quemado los videojuegos basados en la Tierra Media, han leído parodias en formato cómic o han devorado libros pergeñados por otros juntaletras influenciados por la imaginería de Tolkien, saben que la prosa del idolatrado autor da pie a multitud de interpretaciones, algunas maravillosamente descabelladas, abrazando el concepto transmedia. Casi podemos entender que 'Los Anillos de Poder' ocurre en un multiverso, en otra dimensión, la Tierra Media X, donde cambian algunas reglas para que avance la narración. Quien no le guste, por anticipado, que no vea el resultado. El aquí presente no presta atención, por ejemplo, a las comedias sobre bodas felices aunque se acerquen involuntariamente al género de terror.
Los máximos responsables de 'Los Anillos de Poder' no tienen los derechos de 'El Silmarillion', pero el opus está presente, inevitablemente y de manera continua. Por cierto, la lectura de esta legendario mamotreto en la adolescencia no era fácil. Producía monstruos. Demasiados datos y nombres impronunciables. El propio Tolkien se contradice en alguno pasajes en varios de sus escritos, con lo cual se antoja liberador dejarse de cánones y versiones apócrifas -última vez que mencionamos por aquí el tema, por la furia de Sauron-. El anterior episodio acabó con un cliffhanger potente, un personaje llamado Adar, completamente nuevo, cuya identidad ya ha sido desvelada. Como imaginábamos, es un elfo renegado, atendiendo a las orejas picudas y sus rasgos físicos, al que los orcos llaman «padre» (buena elección como actor de Joseph Mawle, de semblante inquietante, visto curiosamente en 'Juego de Tronos'). Como villano carismático, tiene un plan, establecer un nuevo orden mundial que comienza en las Tierras del Sur. En paralelo, en el reino insular de Númenor, la alianza rota entre hombres y elfos quizás tenga una segunda oportunidad.
'La gran ola', título de esta cuarta entrega, comienza precisamente con un maremoto que hunde Númenor, una pesadilla recurrente que vive la reina del lugar, cuyo llamativo estilismo aprobamos con nota, entre Troya y Egipto, con corales por corona aludiendo al mar. La imagen catastrófica atiende a un profecía y, metafóricamente, apunta al amenazante avance devastador de las tropa del mal y la posible respuesta a su invasión territorial, donde no queda otra que establecer pactos. La unión hace la fuerza, es el arte de la guerra. La historia coral ya tiene asentadas sus bases, camina lenta, demasiado lenta, y segura, demasiado segura.
Este cuarto fascículo, con el trasfondo de la migración presente -«los elfos nos roban el trabajo», comenta un ciudadano exaltado-, es, hasta el momento, el más anodino del lote. Un capítulo de transición que subraya lo que ya sabemos y no aporta grandes escenas más allá de lo puramente visual. Galadriel parece estar todo el rato enfadada, se desinfla un tanto como heroína, y las secuencias entre Elrond -el elfo cabezón- y Durin -el enano cachondo- parecen sacadas de una sitcom, una comedia de situación -ese guiso de topo-, el género que mejor manejan en EE.UU. los creadores audiovisuales. Su objetivo es reforzar el buen rollo y la amistad que existe entre ambos personajes, replicando la relación entre Legolas y Gimli en la desgastada trilogía de Peter Jackson. Nada nuevo bajo el sol de la Tierra Media. Quienes protestan cuando se cambian las cosas, deberían estar contentos ante esta previsibilidad, pero entonces toca que otro sector de indignados acusen de poco original el festejo. La dificultad de contentar al gran público.
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Esta vez no salen los pelosos. Se echa de menos a los antepasados de los hobbits – los queridos medianos se dividen en albos, fuertes y… pelosos- y la narración sube de nivel con la presencia de los orcos, aunque aquí 'Los Anillos de Poder' se convierte en una serie televisiva del montón en sus formas. Poco ha podido lucirse esta vez Wayme Che Yip, que se muestra como un eficiente realizador, en piloto automático, acorde a su nutrido currículum en el formato serializado. No obstante, hay algunas escenas de acción torpes. Arondir huyendo del enemigo entre los árboles del bosque, protegiendo a Theo, a cámara lenta, deviene una épica artificial de baratillo. Esperemos que las siguientes entregas sean más atrevidas y no vayan por ahí. Se está perdiendo el tono solemne y preciosista inculcado por Bayona en los primeros pasos del relato. Quedamos prevenidos ante el posible estado de alarma en el ecuador de la aventura.
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