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Ganador de tres Goyas con 'Ane', David Pérez Sañudo (Bilbao, 1987) creció en el Valle de Mena. Sabe muy bien cómo son Balmaseda, Artziniega, Llodio... Escenarios que aprovecha en su segundo largometraje, 'Los últimos románticos', que compite en la sección Nuevos Directores del Festival de San Sebastián. Miren Gaztañaga protagoniza esta adaptación de la novela de Txani Rodríguez, Premio Euskadi de Literatura, que transcurre en un reconocible pueblo industrial en decadencia encajonado entre montes.
Gazatañaga encarna a Irune, trabajadora de una empresa papelera que conoció tiempos mejores. Insegura, maniática e hipocondríaca, sobrelleva un duelo de mala manera y se ha fabricado una rutina que se alterará cuando se convoque una huelga en la empresa y se palpe un bulto en el pecho. Solo le alivian las llamadas a un operador de la línea telefónica de Renfe, de cuya voz se ha enamorado, para consultar horarios de trenes que nunca tomará. Pérez Sañudo estrenará el filme en noviembre, justo cuando se encuentre rodando en Álava su tercer largo, 'Sacamantecas', protagonizado por Patricia López Arnaiz y Antonio de la Torre.
-¿Qué le viene a la cabeza la primera vez que lee la novela de Txani Rodríguez?
-La sensación de que es un material recurrente a pesar de tener una protagonista femenina y un mundo interior. A primera vista puede parecer por su sinopsis algo manido en la última década, pero cuando te adentras en la novela te das cuenta de que hay una mezcla genérica muy interesante y dinámica. Es una historia a la que es difícil hincarle el diente, nunca sabes muy bien por dónde va. A mí me interesaba que la novela flota, sin tener una trama clara. Eso convertía la adaptación en un reto. Soy buen lector de literatura vasca, conocía el trabajo de Txani y me gustaba mucho y lo primero que pensé fue eso: ostras, qué reto.
-Qué poco cinematográfica.
-Así es. Digamos que de difícil adaptación a la gramática audiovisual. Teníamos claro que no queríamos voz en off. ¿Cómo hacer para contar la historia de un personaje cuya gracia está en sus pensamientos y salidas, en su sistema de valores tan particular?
-¿Y cómo lo ha logrado?
-Con muchas horas de trabajo, no sé si acertadamente o no, eso ya lo dirá el público y la crítica. He intentado hacer una estructura en base a estados emocionales y no según la peripecia. ¿Qué significa lo romántico? Le dimos muchas vueltas para ver cómo esa pregunta podía vertebrar toda la historia. En una primera línea lo romántico tiene que ver con un enamoramiento, con la idealización del otro. Y también con cierta exaltación de las cosas, de un territorio que ya no vuelve a ser igual, algo que es muy constante en determinados lugares de Bizkaia, como la margen izquierda. Intentar mantener el sistema de valores y el poder adquisitivo de algunos municipios que ya no tienen esa carga industrial y tienen que ser otra cosa. Esa sensación de vida sin presente, en la que solo hay pasado y un futuro anhelado al que difícilmente se va a llegar. El sistema de trabajo artesanal desaparece y se echa de menos, aunque por otro lado también se puede criticar porque hay un desgaste de los recursos. En la novela ya hay una falta de certidumbres en torno a todo, que hace que el personaje esté muy a la deriva. Me interesaba que lo romántico, que también tiene que ver con lo cursi, conviviera con lo hipernaturalista en una película parca, sobria, escueta.
-El espectador siempre tiende a identificarse con el protagonista. Aquí Irune nos pone las cosas difíciles.
-Es un riesgo deliberado de que la película se fuese abriendo y romantizando poco a poco. Soy consciente de que el espectador medio no lo va a interpretar, pero para nosotros era importante intentar que entrase en tipo de película y acabase en otro distinto. En su inicio, 'Los últimos románticos' dialoga con el cine habitual de festivales en la última década y media: distancia formal, austeridad narrativa, ausencia de música… Y poco a poco, muchos de los elementos del cine clásico toman forma: el color se vuelve más saturado, aparece la música… Era importante esa transición entre dos códigos formales. ¿Frialdad? Bueno, es que el material era inflamable, era fácil caer en lo sentimentaloide. Hay algo que tiene que ver lo melodramático que me daba mucho miedo y al mismo tiempo me apetecía abrazarlo sin complejos. ¿Por qué no podía hacerse corpóreo el personaje? ¿Por qué tiene que ser siempre más honesto verle desde lejos?
-El paisaje tan identificable, esa ciudad industrial en decadencia, ese piso de barriada obrera, tiene mucho peso en el filme.
-Tiene que ver con hablar a una generación anterior, para la cual hay un sistema de valores muy evidente. 'Hijo, estudia, que saldrás colocado'. A mí es una frase que me han dicho. Y de repente te encuentras en un mundo en la que ya no existe esa empresa en la que entras y asciendes. Irune tiene un apego muy grande a un sistema de valores de la generación anterior. Su casa, su pueblo, tenía que responder a eso: Llodio, Sestao, Gernika… Es un pueblo de ficción, Artieta, mezcla de todos ellos, bastante universalizable dentro del País Vasco. La vida de Errenteria o de Santurtzi tiene mucha conexión.
-¿Cómo trabajó con Miren Gaztañaga?
-Encerrándonos en una casa rural en Álava para componer el personaje. Se suele decir que cualquier película es un documental sobre la gente que la hace. Hay veces que el actor o la actriz están cerca del personaje, pero Miren no es como Irune. Había que transformarla. Hay algo gestual muy agresivo, no altera el rictus ante afirmaciones muy severas. Dice barbaridades sin inmutarse. Hubo que trabajarlo hasta que Miren lo tuviera asimilado y no pensara en ello. Se ha exigido y ha expuesto mucho su cuerpo, le estoy muy agradecido. Su trabajo ha sido honesto, no ha intentado jugar al tremendismo, no le dice al espectador cómo se tiene que sentir. Suelta comentarios al límite de la verosimilitud… Había algo de Kaurismaki ahí, de cine norteño.
-¿Qué espera del paso por el Zinemaldia?
-Nada. La oportunidad de disfrutar con el equipo y de que se vea en casa. Espero que Txani tenga una buena recepción. Es su novela y San Sebastián es un marco adecuado. Las entradas han volado para los cinco pases en el festival, esa demanda dice mucho de lo que hay detrás. Espero, eso sí, que la película no sea intrascendente, que se vea y dure unas semanas en las salas.
-¿Se va a estrenar también en una versión doblada al castellano?
-No tengo ni idea. Nuestra apuesta es la versión original bilingüe en la que se ha rodado la película, precisamente porque para mí son muy importantes los personajes euskaldunes, pero también reivindicar la figura del maqueto, con la que me siento muy identificado. Me gusta el bilingüismo y el personaje andaluz, castellano, que habita en nuestro territorio. Hay una pregunta sobre qué somos, quiénes somos, que tiene que ver con eso.
-¿Ve una conexión entre esta película y su ópera prima, 'Ane', un hilo conductor en su filmografía?
-La palabra filmografía es muy atrevida. No me considero tan especial como para pensar que tengo una manera de contar propia. Noto que de forma pasional repito ciertos patrones: el tipo de atmósfera, de personajes, la preocupación por ciertas clases sociales y el tema del trabajo… No quiero ser abanderado de nada. Mi realidad tiene mucho más que ver con el empleado de una fábrica, un tendero, un profesor o un periodista, que son los trabajos que yo he visto y he ejercido. Me interesa coquetear con la mezcla de géneros: drama, thriller, chispazos de comedia…
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