De pequeña me encantaba acompañar a mis padres a votar. Aquel ritual me resultaba exótico, misterioso, casi proscrito: en mi casa nunca hemos sido especialmente religiosos, y lo de 'vestirnos de domingo' sólo lo hacíamos en días señalados -bodas bautizos y comuniones- o en jornadas ... electorales. Pero lo que de verdad hacía todo aquello emocionante era el hecho de que mis padres votasen en un colegio abandonado, un lugar que se caía a pedazos y que se abría una vez cada dos, tres o cuatro años para que unos cuantos vecinos metiesen un sobre en una urna. Hoy, desde la ironía que da el tiempo y que lo corrompe todo, me parece alegórico eso de engalanarse para depositar una papeleta en un edificio en ruinas, pero entonces sólo incrementaba la sensación de que aquella ceremonia tan rara, que se hacía detrás de una cortina y que yo no terminaba de comprender, era importante.

Publicidad

La mayoría de las instituciones que ordenan nuestra vida no son democráticas: la familia, la escuela, el trabajo, el mercado y hasta internet, ese espacio ilusorio en el que nuestra opinión se diluye o se censura, están a salvo de la ficción ateniense. En este contexto, ¿es relevante el principio de 'un ciudadano, un voto'? Esta vez sí, porque está en juego algo más trascendental que la democracia: las piedras de toque, antidemocráticas por naturaleza, que se suponen indiscutibles, que forman parte de nuestro ADN y de las que nos sentimos orgullosos. Votaré porque no quiero que mis derechos se terminen sometiendo a ninguna votación orquestada por quienes llevan el racismo, el machismo y el clasismo por bandera. La democracia nunca se construye para que se pongan en duda sus pilares: si la estructura es débil, el edificio se viene abajo. Lo común, aunque se parezca cada vez más al colegio en ruinas en el que votaban mis padres, merece hoy mi voto.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad