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Me gusta la gente con la que estar en silencio. Estar sola con alguien es el colmo de la compañía. Leí ayer con mucha atención el reportaje de Rocío Mendoza sobre el silencio. Casi todo me resultaba marciano. «¿Por qué cuesta tanto permanecer en silencio?». ... Me cuesta más hablar. Si tuviera que ir a la cárcel, ojalá sola, como Urdangarín. Hablo cuando me pagan (más allá de «póngame cinco plátanos verdes»). Tuvo éxito (el éxito de los libros pequeños y profundos) 'Biografía del silencio', de Pablo D'Ors. Habla de la meditación, de que basta un año de meditación perseverante, o menos, para percatarse de que se puede vivir de otra forma. Que la meditación nos concentra, nos enseña a convivir con nuestro ser, que con la meditación asistimos al tremendo proceso de muerte y renacimiento. Por escrito, todo resulta fascinante. Ponerlo en práctica como un ejercicio, una patochada. Es decir, eso de dar nombres y explicaciones sobre lo natural, lo normal. Y no voy a hincarme con 'El silencio' de Don DeLillo porque este es un libro malo sin fisuras.
Decía Lola Flores que Nueva York era la Feria de Sevilla 24 horas al día. Por Nueva York, antes de la peste, te podías pasear en silencio sin que los estímulos visuales, olfativos y auditivos molestaran. Ensimismada pero alerta. Perturban más los coches y motos eléctricas a las que no oyes venir a atropellarte. Me molesta la gente que habla mucho. Aunque se trate de Tallulah Bankead. Una amiga de la actriz americana se dedicó a contar las palabras que emitía por minuto y calculó que al día decía unas 70.000. Otra amiga: «Acabo de pasar una hora hablando con Tallulah durante cinco minutos». Mi foto favorita es la de la enfermera con cofia mandando callar.
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