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Yuval Noah Harari, en su libro '21 lecciones para el siglo XXI', dedica algunas páginas a analizar la milagrosa excepción olímpica, una de las poquísimas piedras de toque capaces de hermanarnos más allá de guerras, conflictos políticos o tensiones territoriales: «Así, cuando el lector vea ... los Juegos Olímpicos de Tokio en 2020, recuerde que la aparente competición entre naciones supone en realidad un asombroso acuerdo global. Aun con todo el orgullo nacional que la gente siente cuando su delegación gana una medalla de oro y se iza su bandera, hay muchísima más razón para sentir orgullo porque la humanidad sea capaz de organizar un acontecimiento de este tipo.» Estos días, y tras el aplazamiento de 2020, se ha vuelto a abrir el debate sobre la posibilidad de cancelar las Olimpiadas. La última vez que unos Juegos Olímpicos no pudieron celebrarse, la humanidad entera pendía de los frágiles hilos del Holocausto, de los bombardeos y de las armas nucleares; pero en esta ocasión, para variar, al enemigo no se le puede vencer con violencia.
En la Antigua Grecia existía una palabra, 'ekecheiria', para designar la tregua olímpica: un periodo durante el cual las guerras quedaban suspendidas para permitir a los atletas llegar hasta Olimpia, competir y regresar sin sufrir daño alguno. La analogía está servida y no por ello es menos hermosa: puede que la tregua olímpica de 2021 consista, por una vez, en que ningún deportista se mueva de su casa; y quizás el orgullo del que habla Harari pueda inundarnos también desde la renuncia. Si ponernos de acuerdo para organizar los Juegos es un logro del que enorgullecernos también lo sería que, para cuidarnos unos a otros, decidiésemos cancelarlos.
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