El martes fui a la peluquería por primera vez en meses. A Ana Obregón se le murió su único hijo. No me apetece hacer el artículo de peluquería, nuevo clásico de estos días. Da igual si iba pareciéndome a Tracey Ullman como Betty Friedan en ' ... Mrs. America'. O lo raro que es todo también en la peluquería. Y por la calle. Miro a los ojos de la gente por encima de las mascarillas como a los nazarenos en las procesiones para ver si los conozco.

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Cualquiera sabe que la vida es una birria muy grande, incluso sin tragedias. Pero con tragedias es injustificable. Como Capri sin sol, que escribió Claude Lanzmann cuando no estaba con cosas más serias. Que se muera un hijo (o dos, o tres, que también pasa) ya echa por tierra cualquier ficción sobre lo que sea la vida. Desde pequeña me ha impresionado mucho en gente a la que no conocía. A la vez que Conchita Bautista cantaba 'Qué bueno, qué bueno', a mí no se me iba de la cabeza eso que salía en las revistas de que su hija, María del Mar, había muerto de un tumor cerebral. De mayor, la literatura funeraria de hijos siempre me ha producido turbación, ya se tratara de Isabel Allende o de Joan Didion. Sí me gusta leer 'Una pena en observación', de C.S. Lewis. Pero era su mujer la muerta. En la película 'Tierras de penumbra', la maravillosa Debra Winger.

Quiero ser frívola. No dar la tabarra con desgracias. Hasta me sorprende que la pena de Ana Obregón la tenga tan en observación, aunque de reojo. Tendría que haber escrito de que Greta Thunberg ha estado en un grupo de expertos sobre el coronavirus en la CNN. Lo mismo en todos sitios: cuanto más grandes son los problemas, más grande es el número de inútiles que los que parten el bacalao convocan para resolverlos.

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