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Ayer, en este mismo espacio, mi compañera Rosa Palo afirmaba, en referencia al toque de queda, que «lo mejor siempre pasa de noche, cuando vagabundeamos por las calles casi vacías y los pies fríos, peregrinando de un bar a otro, sabiendo que lo que hacemos ... en las sombras es mucho más divertido que lo que hacemos en la luz». Hoy quiero abrir otro melón diferente, pero igual de peliagudo y también, a veces casi por definición, noctámbulo: llegar tarde no siempre está mal.
Aunque dejar a un ligue plantado durante horas en la esquina de tu casa porque la resaca todavía te atornilla a la cama está muy feo, hay maneras de tardar que pueden llegar a ser más saludables que el 'realfooding' y el crossfit juntos. Pienso en aquel personaje de 'Feliz final', la fantástica novela de Isaac Rosa, que cada cierto tiempo celebraba con rigor marcial el día de San Paul Lafargue, una válvula de escape perezosa a su agenda sin fisuras ni resquicios por los que pudiera colarse la felicidad. Pienso también en mi actividad seriéfila de los últimos días, y en la demora que me está permitiendo disfrutar de las nueve temporadas de 'Scrubs' —una ficción que empezó a emitirse hace veinte años y terminó hace diez— sin un solo prejuicio en la retina tuitera y sin ninguna prisa por ponerme al día.
Sin embargo, no todas las tardanzas son bienvenidas. Hoy, después de un verano yermo de medidas y de unos meses en los que el ritmo de contagios de la segunda ola no ha dejado de subir, el Gobierno se reúne en un Consejo de Ministros extraordinario para abrir la puerta a un segundo estado de alarma. Nunca es tarde si la dicha es buena, o eso dice el refranero; pero la dicha, esta vez, hace varios meses que se fue.
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