Existe una frontera bastante confusa entre los conceptos de liberalismo político y liberalismo económico, de tal manera que cuando se utiliza el término liberalismo o liberal a secas, no sabemos exactamente a cuál de los dos nos estamos refiriendo. Es cierto que, a estas ... alturas, ya sabemos que en boca de Ciudadanos, por ejemplo, se trata claramente de liberalismo económico, pero en el lenguaje coloquial no es tan fácil de distinguir.
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Vaya por delante que yo me posiciono radicalmente en contra del liberalismo económico pero me siento, en parte, heredera del político, como pensamiento ilustrado enfrentado a las monarquías absolutas, noblezas, estados confesionales y demás reliquias de la época medieval. Conviene recordar que en el siglo de las luces la burguesía era la clase revolucionaria.
La democracia representativa y el llamado «Estado de derecho» fueron conquistas históricas que implicaron el paso del medievo a la modernidad. La declaración universal de los derechos humanos es uno de sus frutos y ahora voy a poner el énfasis en el término «universal» por dos motivos: el primero es para contraponerlo a la posmodernidad, una tendencia que comenzó a tener auge en los años 70 y que ahora se encuentra en su máximo esplendor, una filosofía que niega la universalidad y se centra en la diferencia, en las particularidades que separan a unas personas de otras, en descubrir y enarbolar banderas identitarias de colectivos cada vez más pequeños, dificultando así la creación de cualquier movimiento político/social potente que pueda representar una amenaza real frente al poder establecido .
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El segundo motivo es el miedo atávico que tiene la izquierda a descender desde esa universalidad a las personas concretas, «individuales», un término prohibido (fenómeno curioso, por otra parte, ya que la izquierda se ha entregado a los brazos de la posmodernidad sin ningún tipo de pudor).
Y ahora una pregunta: ¿Qué es lo que interesa al poder establecido, léase capitalismo neoliberal, para mantenerse? Yo veo dos escenarios complementarios: el primero es el posmoderno, la mayoría social dividida en un mosaico interminable de pequeños grupos identitarios mirándose el ombligo. El segundo es una masa amorfa, acrítica y fácilmente manipulable a través de redes sociales, medios de comunicación y diversas estrategias de mercado.
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Ya he dicho que la izquierda ha caído en la trampa posmoderna y, por lo tanto, está favoreciendo el primer escenario. Pero es que, además no se ha liberado de la aversión a todo lo que suene a individualismo, a pesar de su conversión a la posmodernidad. Y los derechos universales han de encarnarse en cada persona individual para que no se conviertan en un brindis al sol. Recuerdo que el PCE al principio de los años 70 se planteó el cambio organizativo pasando de ser un partido de «cuadros» (pocas personas muy preparadas) a un partido de masas.
No ha salido bien porque en una democracia representativa esa masa tiene que dejar de serlo y convertirse en un gran conjunto de personas individuales, conscientes de su situación en la sociedad en la que viven, con inquietudes y voluntad de transformar su entorno junto al resto de la gente objetivamente interesada en el cambio social y eso no se ha producido. Si realmente queremos conseguir una sociedad justa por la vía pacífica, que era y sigue siendo la apuesta, es necesario convertir esa masa amorfa en masa crítica, yo no veo otro camino. Pero a la izquierda actual tampoco le gusta mucho esto de que las personas aprendan a pensar por sí mismas, y lo digo por la aversión que muestran ante los debates internos o públicos sobre temas transcendentales.
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Este boicot a los debates nos viene también a través de las redes sociales, que tienden a meternos con sus algoritmos en una burbuja endogámica en la que solo nos relacionamos con la gente que tiene nuestras mismas opiniones (si hay algún fallo, se produce una especie de cortocircuito agresivo que impide cualquier tipo de interacción deliberativa). Así se mantiene a la gente en compartimentos estancos desincentivando la lectura y la reflexión sobre contenidos y fomentando una actitud de «adhesión» acrítica como si fuéramos hinchas de un equipo de futbol. La izquierda está cayendo también es esta trampa.
Y, mientras tanto, ¿qué hace la derecha? Pues la derecha se está encontrando con el trabajo ya hecho y, a pesar de sus salidas de tono y su lenguaje bronco y beligerante, es incapaz de ocultar esa inquietante sonrisa entre burlona, cínica y complaciente.
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