Seis balas

Mientras esperas a que el semáforo se ponga en verde, escuchas los primeros compases. Entonces los ves, te ves. Ves a tus padres en el coche, a ti detrás con tu hermano. Ves tus vaqueros sin marca, y tu camiseta vieja, y tu ceño fruncido del domingo porque no quieres ir a la playa, porque allí te aburres sin televisión y porque los deberes pendientes (hacer un mapa político de Europa, terminar las ecuaciones, leer un capítulo de «El Quijote») pesan en tu conciencia como una losa. Ves sus cabezas por detrás, asomando por encima del asiento delantero. Ves la carcasa de la casete moviéndose de un lado a otro del salpicadero, a tu madre cogiéndola para guardarla en la guantera. Ves sus manos. Y te desbaratas.

Deshilvanada, estás parada en medio de la calle con la mochila a la espalda, el bolso en la mano y un dolor agudo en el estómago. Saltas la canción porque sientes que, si la escuchas entera, la herida se hará más grande y acabarás desangrada por la bala que no has podido esquivar. Comienza a sonar otro tema, pero ya no quieres oír música. Sales de Spotify, miras el semáforo, miras el reloj. Aprietas el paso y cruzas la calle. En la otra acera, pones las noticias. Sabes que no habrá nada en la realidad del boletín informativo de las nueve que te duela tanto como esa canción.