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Un amigo me dijo una vez, en una conversación en la que descubrimos compartir una tendencia casi enfermiza por los microcosmos en llamas, que su frágil felicidad consistía en estar siempre en la remontada. Este amigo, que también escribe y con quien también me une ... una cleptomanía literaria casi patológica, comprenderá que esta vez sea yo quien le saquee a él para hablar del pistoletazo de salida a la épica cuesta arriba que la naturaleza nos ofrece cada año: el solsticio de invierno. El solsticio de invierno es el final de la gran bajona del universo. Sirve para tomar conciencia de que lo que está por venir será duro, pero también de que los pies fríos y las facturas de calefacción indecentes no durarán siempre; nos hace recordar que la remontada será larga, pero que al avanzar los días se irán extendiendo; y hace que seamos capaces de vislumbrar la primavera, que al final irrumpe y vuelve el mundo más luminoso.
Pero el culmen de la escalada llega cada año y, a diferencia de lo que pasa con el solsticio de invierno, el de verano se concreta en una bacanal de agua, fuego y arena, sin duda la más hermosa de todas las fiestas que hemos aprendido a celebrar. Las hogueras de la noche de San Juan son bellas porque con su resplandor alumbran el futuro, porque el fuego todo lo destruye y sabemos que de sus cenizas surgirá otra vez la decadencia: el calor pegajoso, el final de los amores de verano y los días feos en los que nunca amanece. La división entre invierno y primavera, desde el punto de vista narrativo, es artificial. En realidad forman una sola estación, la más jodida y la más feliz: el tiempo de la remontada, en el que está permitido creerse por un rato que todo es de verdad.
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