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No se asusten si esta mañana, en su paseo hasta el kiosko, han observado un comportamiento extraño en alguna de las personas que se han cruzado; ni tampoco se lleven las manos a la cabeza si esta tarde, cuando salgan a hacer deporte, se encuentran ... la fachada de algún edificio cubierta con mascarillas quirúrgicas: hoy se celebra el Guinness World Records Day, esas 24 horas al año durante las cuales miles de personas de todo el mundo se unen con un objetivo común. A saber, hacer una gilipollez lo suficientemente extravagante o absurda como para lograr que nadie te dispute la condecoración.
Con los Guinness pasa lo mismo que con los Borbones: por uno bueno que sale de vez en cuando no merece la pena tragárselos todos. Sin salir de nuestras fronteras, el año pasado Los Lobos consiguieron el mayor premio económico de la historia de la televisión y Nadal fulminó el récord de títulos individuales en un Grand Slam; pero, a cambio, un restaurante de Oviedo pagó 14.300 euros por el queso más caro jamás vendido en una subasta, una pulpería de Ourense cortó una tapa de pulpo de más de cinco metros de diámetro y 450 kilos en poco más de diez minutos y un gaditano logró mantener catorce rollos de papel higiénico sobre su cabeza durante más de treinta segundos. No dudo que esta última habilidad le sería útil al muchacho durante el confinamiento, pero no tengo claro que la gesta dé para premio. Sin embargo, se me ocurren un par de candidatos macabros para este 2020: el galardón a mayor fortuna oculta, para el emérito; el de peor madre del mundo, para la Pantoja; y el récord de velocidad, para el satélite español Ingenio, que ayer se perdió en el espacio ocho minutos después de su lanzamiento.
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