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Dice Santiago Alba Rico, en su libro 'Ser o no ser (un cuerpo)': «(…) pelar una patata es una de las tareas más duras y al mismo tiempo más satisfactorias que cabe imaginar. Satisfactoria porque el resultado de la acción es mensurable con los ojos; dura ... porque dura: porque requiere tiempo.» Con los placeres pequeños pasa algo similar a lo que sucede con las tareas cotidianas: sólo merecen la pena cuando la posibilidad de su repetición está garantizada. De nada sirve —y en muy poco aprovecha— hacer una tarta, acariciar un perro, salir a pasear sin el móvil en el bolsillo o echarse la siesta a sabiendas de que ese rato será el único que podrás dedicarle a esa alegría cotidiana en varios meses. En este sentido, y pese al relato que en ocasiones nos culpabiliza por no ser capaces de «ser felices con poco» —menuda trampa del capitalismo—, los placeres sencillos son en realidad bienes de lujo, porque sus requisitos imprescindibles —el tiempo y la calma— son cada vez más escasos.
El otro día, en un reencuentro pospandémico alrededor de una mesa, un amigo contaba el caso de un arquitecto prestigioso y millonario que, a sus ochenta y tantos, todavía presume de no tener más de veinte minutos para comer. «Yo soy más rico que él —dijo mi colega—, yo puedo tirarme tranquilamente cuatro horas comiendo.» Pienso que en ese adverbio está la clave de todo, porque el tiempo vacío nunca es tiempo libre si está cargado de posibles llamadas urgentes, ansiedad, prisa, miedos o precariedad económica. Horas y sosiego en grandes cantidades y en igual proporción: he ahí la receta de una vida plena. Es incompatible con los horarios que tiranizan nuestro día, y sólo saldrá bien si pelamos la patata con mimo.
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