Pocas cosas me interesan tanto como el Holocausto y el universo nazi. Pocas cosas me interesan menos que Ana Frank. Por interés me refiero a ser objeto de lectura y de búsqueda de conocimientos (toma pedantería). Trato de entender esa enormidad. Y no sé por ... qué trato de explicar esto. No me escondo. Me atrae la lectura de las atrocidades, aunque me ponga enferma. Ahora nos cuentan que se sabe quién delató a la familia Frank, quién reveló el escondite (también se sigue pensando en la casualidad). El culpable, un notario judío. Imagina ahora ser descendiente de ese notario. Me interesa tan poco como saber quién echó a Miguel de Molina o quien mató a García Lorca.

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Claro que Ana Frank es un símbolo del Holocausto. La memoria del Holocausto. Y me gusta que lo sea una niña y no un señor feo. Da igual si murió de tifus en Bergen Belsen como tantos judíos muertos en campos de concentración o de exterminio que no fueron gaseados. Imre Kertész también es símbolo del Holocausto, aunque sobreviviera después de estar en Auschwitz y Buchenwald (al pobre se le ocurrió elogiar 'La vida es bella' y Claude Lanzmann le dijo de todo).

No voy a decir que me caiga mal Ana Frank, pobre niña, pero menudo tostón con Ana Frank. Que me pasa lo mismo con Malala. Porque soy mala, pensarán. Pero también con Chaves Nogales y la tontería generada alrededor.

Según escribió su hijo, Miguel Espinosa había convertido en objeto de permanente meditación la siguiente sentencia: «Si Dios no existe, Cervantes no se ha enterado, ni podrá enterarse jamás, de que es Cervantes». La misma sentencia sirve para Ana Frank. Ojalá exista Dios. Lo digo por la chica. Tanta gloria y sin enterarse de que es un símbolo.

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