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Hace tres días nadie hablaba de la nieve y hoy ya hay quien la niega. Tras el nuevo auge del terraplanismo, la irrupción pandémica de los antivacunas y el revuelo que montaron quienes piensan que el coronavirus es un invento de Bill Gates en connivencia ... con Pedro Sánchez, llega el gran éxito de la temporada invernal: los negacionistas de la nieve que se acumula en sus terrazas. Llevar la contraria, a la vista está, es tendencia; y, como buen fondo de armario, siempre ha estado de moda y siempre lo estará.
Sin embargo, echo de menos los tiempos en los que ir a contracorriente consistía en romper guitarras contra el suelo de un escenario, llevar cada centímetro cuadrado de piel cubierto de tatuajes o acampar en una plaza abarrotada de bichos raros parecidos a uno mismo. Ojalá dejasen de estilarse todos los negacionismos y volviera el punk, que solo niega el futuro y abraza todo lo demás.
Negar la mayor por sistema –contra los criterios autorizados de la comunidad científica, el consenso social y hasta el sentido común y la prudencia– es una pobre forma de resistencia: ahí están, quemando bolas de nieve aplastadas como si fueran chinos de heroína para demostrar que son de plástico y maravillándose ante el cerco oscuro que aparece sobre la superficie antaño blanca; sin sospechar que es el fuego que sale de sus mecheros lo que provoca el color negro y no la misteriosa nieve, sin duda enviada por Pablo Iglesias, Oprah Winfrey, Haruki Murakami y el Papa Francisco –con la colaboración sobrenatural del fantasma de Steve Jobs– para colarnos el 5G por ventanas, puertas y poros abiertos. Yo, siguiendo la filosofía de la negacionista mayor del reino, voy a meterme dentro. Que tengo frío.
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