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No se conservan testimonios de ningún enero que no haya sido desastroso. Ante esta debacle, común a todos los primeros meses de la Historia, existen dos tipos de personas: quienes, con sabiduría y resignación, abandonan sus propósitos de año nuevo y se rinden ante la ... evidencia; y quienes tienen la desgracia, como yo, de sentirse más cómodos en la remontada. Este ciclo primigenio de improductividad y autodestrucción termina, invariablemente, a principios de febrero; y esta vez la resolución de recomenzar ha traído consigo una novedad absoluta: el yoga. Diré más: el yoga a las ocho de la mañana y con mi pareja. ¿Querías chakras? Pues toma dos tazas.
Llegamos a la sala con diez minutos de antelación, suficientes -eso creíamos- para dejar la mochila y atarnos los cordones. Lo primero que nos dijo la profesora, con cierto retintín, es que lo suyo habría sido llegar media hora antes, para meditar. Empezamos bien. Sin más preámbulos, empezó la jarana: una concatenación sin sentido de vocablos sánscritos que a mí me sonaban a chatunga, eutanasia, pomodoro; y de posturas imposibles con nombre de bicho exótico. También llegó la sorprendente constatación de que al imbécil de mi novio, incapaz de tocarse la punta de los pies cuando estira en el gimnasio, se le da fenomenal el invento. Cosas veredes.
También nos contó la muchacha, desde la naturalidad que le otorgaba estar hablando con todo el peso de su cuerpo apoyado sobre sus hombros, que en realidad sólo nosotros podemos saber si estamos haciendo yoga; y que más allá de la mera práctica deportiva, el verdadero yoga es invisible, porque es la unión interior de nuestra dimensión corporal, mental y espiritual. Ya me parecía a mí: a él le saldrán todas las posturas a la primera, pero no existe en el universo mayor comunión entre cuerpo, mente y alma que este dolor de rodillas.
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