Las diez noticias imprescindibles de Burgos este domingo 2 de febrero

Siempre me costó entender eso que decía T. S. Eliot, en su poema 'La tierra baldía', de que «abril es el mes más cruel». Para mí abril siempre ha tenido una pátina luminosa, clara y explosiva, que resuena con el recién estrenado horario de verano, ... y también con los días que empiezan a remontar para volverse eternos; con las lluvias torrenciales y las tardes en manga corta; con las fresas, que se ponen rojas y gordas y baratas; con los quioscos de flores, los libros de segunda mano y el olor a cloro; con las primeras fiestas de barrio y con esas terrazas que se expanden como el musgo hasta ocupar plazas y calles enteras -que me perdonen los peatones, a cuyo equipo pertenezco con orgullo diletante, pero cuánto me gusta un vermú al sol-; en definitiva, con la sensación excitante y feliz de que lo mejor del año está de nuevo a la vuelta de la esquina, de que la vida congelada se despereza otra vez y de que el mar, la libertad condicional y las orquestas de pueblo llevan meses ensayando para nosotros.

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Nunca lo había entendido hasta ahora. Por supuesto, este año me basta mirar por la ventana para comprender de golpe a T. S. Eliot, a Sabina y hasta, si me apuran, a los Celtas Cortos. No es que abril sea cruel, lo cruel es la ausencia de abril. O, más bien, su carácter irrecuperable: la seguridad de que el tiempo, el clima y la naturaleza no se detienen -con el cambio climático, de hecho, casi que se aceleran-; y de que abril pasará al margen de nuestra voluntad, estemos aislados o no, aburridos o no, ansiosos o no. En cualquier caso, y ya que el tema no tiene remedio, es mejor mirarlo por el lado bueno: al menos este año el mes de abril nos lo habrá robado un virus y no la melancolía.

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