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Todos tenemos derecho a estar como una cabra. Y, las actrices, un poco más: si mi trabajo consistiera en convertirme en otra persona durante tres meses de rodaje, acabaría pidiendo el ingreso en la López Ibor. Será por eso por lo que las admiro tanto, ... especialmente a Victoria Abril.
Otra cosa es lo de la soberbia. Ella sabe lo que pasa, tú no, y por eso te manda a informarte a internet. Acabáramos: es como si te envían a estudiar dietética a una cadena de comida rápida. Por lo menos, antes te mandaban a aprender a Salamanca. Pero es lo que tienen los arrogantes, que están convencidos de llevar la verdad en el bolsillo del abrigo. El resto, los que en el bolsillo solo encontramos un puñado de incertidumbres mezcladas con pañuelos de papel y monedas de cinco céntimos, seguimos viéndolas venir, que para eso arrastramos conspiraciones varias: yo me tiré buena parte de los ochenta con unas hombreras de espuma metidas debajo de los tirantes del sujetador por culpa de una conjura mundial promovida por un grupo de diseñadores malignos. Después de eso, lo que sea.
Pero sobrevivimos a la conspiración de las hombreras. Y a la del vinagre balsámico. Y también a la del amor. La del amor romántico, se entiende, la mayor confabulación de todas, capaz de convencerte de que ese tipo corriente tirando a poca cosa era un ejemplar de raza. Y vivías feliz y arrebolada hasta que, una tarde de sábado, te dabas de bruces con sus miserias y se te caían el alma a los pies y las hombreras al suelo. Ahora, en cambio, lo tienen más fácil: se meten en internet, ven que pone citas de Paulo Coelho y que se declara «gastro runner», y lo borran de móvil. Ahorran tiempo y disgustos. A ver si va a llevar razón Victoria.
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