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Decía Paul Éluard que «hay otros mundos, pero están en éste», y el paso por este mundo de Antonio Escohotado —que falleció este domingo a los ochenta años— demuestra que también son posibles otras vidas, aunque todas ellas quepan, agolpadas unas contra otras, en una ... sola. Filósofo, hippie de carné, traductor de Hobbes y Newton, empresario de la noche, jurista, tertuliano de televisión, condenado por tráfico de drogas y recluso en una cárcel de Cuenca, profesor universitario, forofo del Real Madrid, escritor, divulgador, defensor acérrimo del antiprohibicionismo, liberal de verdad —de esos que tan poco abundan en este país— y poseedor de un rigor intelectual y un verbo afilado que volvían fértil el debate, inevitable un cierto grado de acuerdo y placentero, aunque de un modo un tanto sadomasoquista, hasta el desacuerdo.
Escohotado se presentaba en los medios y también en sus textos con una serenidad que, para los ojos de una sociedad enferma de prisa, resulta incluso extravagante. Su libertad, por otro lado, tenía tres patas, las justas para garantizarle que nunca se desestabilizaría: la inteligencia necesaria para permitir que el aprendizaje impregnase y transformase su ideología, siempre permeable; el derecho sagrado a la contradicción coherente, que es lo opuesto a la corrección política; y la ausencia de un gregarismo que nunca consiguió catalogar ni aplanar la complejidad de sus multitudes. Gracias a esta libertad serena vivió como le dio la gana en cada momento y, con ella de la mano, hace un par de años se retiró a Ibiza a esperar la muerte rodeado de los suyos y —de la misma manera que Sara Montiel esperaba a un viejo amor— con un cigarro sujeto entre los labios.
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