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Este lunes se espera que, en esta mi comunidad, se alcancen los cuarenta y siete grados por culpa de una ola de calor llamada 'la bestia africana'. Como si fuera Idi Amín. Y sí, aquí estamos acostumbrados al tueste torrefacto, pero una cosa es el ... calor y otra el séptimo círculo del infierno.
Es aún temprano y ya he tenido que encender el aire acondicionado, lo único que nos separa de un apocalipsis de fuego y azufre gracias al señor Carrier y al privilegio de tener una casa climatizada. En cambio, de estudiantes, hacinados en pisos y sin un mal ventilador, teníamos que esperar la llegada de la noche para abrir las ventanas y poder preparar los exámenes finales al amparo del poquísimo aire que entraba. Era un aire caliente, pegajoso, un espejismo de frescor, pero aire, al fin y al cabo. Las gotas de sudor caían sobre los libros, nos abanicábamos con los apuntes, resoplábamos. Solo nos faltaba un julepe de menta para vivir dentro de una obra de Tennessee Williams.
Una madrugada comenzamos a oír gemidos. Que si ay, que si uy, que si sí, sí, sí. Cuando llega el calor, los chicos se enamoran y la vida privada salta por la ventana. El griterío procedía del piso de al lado, y los vecinos empezaron a asomarse a los balcones para seguir el partido en directo. Al acabar, el público comenzó a aplaudir y la pareja salió a saludar como solo saludan los que están satisfechos por el trabajo bien hecho, por el único trabajo por el que merece la pena empaparse en sudor una noche de julio. Los amantes volvieron a su cama desarbolada, los vecinos al interior de sus casas y yo al Derecho Penal. Aún no se me ha olvidado lo que estaba estudiando aquella noche: el delito contra la intimidad.
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