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Este año, con la excusa de la pandemia mundial, Donald Trump se ha tomado lo del Día de la Independencia un poco a la tremenda: la administración estadounidense ha decidido quedarse con todas las existencias mundiales de Remdesivir, el primer fármaco autorizado –y aparentemente el ... primero efectivo– para tratar el coronavirus. La farmacéutica Gilead, propietaria de la patente del medicamento, ha vendido a la Casa Blanca todas las dosis disponibles para julio –alrededor de 500.000–, y ha garantizado al presidente que el 90% de la producción estimada para los meses de agosto y septiembre no saldrá de EEUU. Es cuanto menos curioso que sea el mismo líder que lleva meses despreciando los efectos de la Covid, el mismo que no ha querido ponerse una mascarilla ni para entrar en una fábrica, el que haya reservado en exclusiva una cura que podría ser útil en todo el mundo. Después de más de tres años en el poder, por fin empezamos a entender de qué iba eso del 'America First'.
La comunidad científica global está indignada con la decisión del magnate, pero Trump está más orgulloso que los pavos rellenos del 4 de julio. Mal que nos pese, y con lo que le gusta a él confinarlo todo, parece que al final se ha dado cuenta de que hay otras formas de trazar fronteras, de que no todos los muros se construyen con piedras, y de que no hacen falta ladrillos para separar dos universos opuestos: basta con dejar que la enfermedad haga su trabajo al otro lado. Les confieso que, tratándose de Trump, ya nada me sorprende, pero estoy inquieta: si el Día de la Independencia ha traído esto consigo, no sé si podré esperar a febrero para descubrir qué movimiento nos tiene preparado para el Día de la Marmota.
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