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Ayer fui a tomar un café con unas amigas. Muchas ganas de vernos, mucha mascarilla, muchos abrazos que se quedaron colgando en el aire, mucho gel hidroalcohólico y mucha separación entre las mesas. También muchas sonrisas, supongo; no pude ver sus bocas, pero sí cómo ... se les achinaban los ojos cada vez que alguna soltaba una tontería. Reuniones en la nueva normalidad que imitan los encuentros en la vieja. Una imitación a la vida. Como el aroma sintético de trufa o como Carmen Calvo invitando a café a Cayetana Álvarez de Toledo a imagen y semejanza de «dos mujeres normales y corrientes», que dijo la vicepresidenta. Pero a ellas no les sale bien la imitación.
En esas anduvimos, entre cortados descafeinados, mascarillas y geles, descolocadas perdidas, contando cuántas éramos para podernos reunirnos, desinfectándonos las manos hasta que nos borramos las huellas dactilares, enseñándonos las fotos de los niños con el móvil a distancia, haciendo lo que hiciera falta con tal de volver a ser quienes fuimos y evitar darnos cuenta de que hoy, ahora mismo, somos otra cosa más pequeña y limitada, un papel de calco que copia desdibujadamente nuestra vida anterior. A tientas, estamos aprendiendo a vivir con esta sensación de vulnerabilidad que se nos ha quedado dentro y nos ha dejado el mismo cerco que las tazas de café sobre la mesa de mármol. Y ya puedes pasar tú el Pronto y yo el paño, que no desaparece. En fin, a todo hay que acostumbrarse: a la incertidumbre, a la inseguridad, al nudo en el estómago y a echarle trufa sintética a los huevos fritos mientras no tengamos de la buena, que tampoco pasa nada. Peor es lo de Calvo y Álvarez de Toledo. Eso sí es un melodrama. Ojalá lo hubiera rodado Douglas Sirk.
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