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La portavoz de Podemos en el Congreso, Irene Montero, en declaraciones a la prensa tras presentar la Proposición de ley sobre la protección jurídica de las personas trans y el derecho a la libre determinación de la identidad sexual y expresión de género. EFE

¡Hablemos de Sexo!

No hay cerebros rosas y azules, sino unos mandatos de género de los que es muy difícil escapar, que condicionan toda nuestra vida. De ahí que el objetivo del feminismo sea la abolición del género y de ahí la oposición frontal a la ley trans, que en realidad debería llamarse «Ley de autodeterminación de género»

Ángeles Ruiz Bueno

Jueves, 18 de marzo 2021, 11:29

Estamos asistiendo, sobre todo en redes sociales, a un debate bastante agrio en torno a un tema de vital importancia y de consecuencias imprevisibles para toda la sociedad. Este debate se está produciendo además en el interior del movimiento feminista aunque no forma parte de ... su agenda. Me refiero al llamado proyecto de ley trans. Parece lógico que haya sido en el MF donde han saltado todas las alarmas porque es ahí donde se ha detectado (¿a tiempo?) el germen auto destructivo que ha ido creciendo a su amparo hasta convertirse en una auténtica amenaza.

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Pero vayamos al borrador de la ley y comencemos por el título: «Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans». Todo el mundo puede dar por hecho que con el término «trans» la ley se refiere a las personas transexuales, pero nada más lejos de la realidad. La palabra «transexual» no aparece ni una sola vez en todo el articulado. Tampoco supone una ampliación de derechos para este colectivo, que ya tiene reconocido el derecho al cambio registral de sexo, justificado, por supuesto; sus derechos quedan más bien diluidos entre una multitud de transgéneros, transformistas y personas no binarias: cualquier persona puede ser «trans». Se les niega, además la evaluación, la orientación y el apoyo que tanto necesitan por parte de profesionales competentes apelando a una supuesta «despatologización» que acaba patologizando aquello que previamente era sano.

¿Qué se pretende con la nueva ley? Tras su aprobación cualquier persona tendrá derecho a autodenominarse hombre o mujer, (según cómo se sienta) y a los cambios registrales que solicite para ello sin necesidad de aportar informe alguno que lo avale. No será necesario ningún cambio de apariencia física ni tratamiento hormonal ni quirúrgico para adscribirse al sexo sentido, pero en caso de solicitarlo se incluirá dentro de la sanidad pública.

También tendrá derecho a todas las medidas de discriminación positiva en el ámbito laboral público y privado, a ingresar en instituciones penitenciarias según el sexo elegido y a participar en competiciones deportivas de igual manera (adiós al deporte femenino). Todo ello sin ningún requisito previo, insisto. La no exigencia de informes previos nos parece un coladero para que personas transgénero, que no tienen ningún problema ni necesidad de protección, sean consideradas legalmente como transexuales a todos los efectos. Es una puerta abierta a todo tipo de arbitrariedades, algo que una ley, por definición, tendría que evitar.

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Los conceptos «sexo» y «género» se emplean igualmente de forma arbitraria según convenga, pero se observa la tendencia clara a convertir el sexo en algo irrelevante, algo que se «asigna» al nacer pero que carece de importancia porque luego cada persona va a poder elegir según se sienta. El género, sin embargo cobra una nueva dimensión y pasa a ser algo innato que confiere a la persona una identidad, que es la que se quiere elevar a categoría jurídica.

Esto pone en entredicho toda la legislación actual en materia de igualdad y contra la violencia sexista y también la segregación por sexos de todos los estudios científicos, sociológicos y de todo tipo que permiten ver las diferencias y desigualdades basadas en el sexo en todos los ámbitos. El hombre volvería a ser la medida de todas las cosas.

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Para el feminismo, y para la ciencia, el sexo no se «asigna» al nacer; es un hecho biológico observable y que ya podemos conocer incluso antes del nacimiento. Somos una especie de reproducción sexual a partir de dos células claramente diferenciadas: el óvulo y el espermatozoide. No hay células intermedias.

Ser del sexo masculino o femenino no es un sentimiento ni algo que podamos elegir, pero entre ambos sexos no existe ninguna jerarquía biológicamente predeterminada, de ello se encarga el género: el género no es algo innato, es un constructo sociocultural que se asigna, esta vez sí, según sea el sexo y es la herramienta que utiliza el patriarcado para asegurar la supremacía del sexo masculino sobre el femenino. El género impulsa a los hombres a volar y corta las alas de las mujeres.

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No hay cerebros rosas y azules, sino unos mandatos de género de los que es muy difícil escapar, que condicionarán toda nuestra vida. De ahí que el objetivo del feminismo sea la abolición del género. De ahí la oposición frontal a la ley trans, que en realidad debería llamarse «Ley de autodeterminación de género».

No sé si habéis tenido acceso a las guías que se han distribuido por los centros educativos para «orientar» al profesorado en este tema: cualquier comportamiento que no se adapte a los estereotipos de género (niñas que les guste el fútbol, o niños que jueguen con muñecas, por ejemplo) pueden considerarse indicativos de haber nacido «en el cuerpo equivocado», una apreciación descaradamente sexista, porque no son los cuerpos los que fallan, sino los estereotipos de género.

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Los años que rodean a la pubertad, especialmente conflictivos, se complican aún más con una ley que favorece el tránsito al otro sexo al menor síntoma de disforia. Pensemos en las niñas y adolescentes que empiezan a sufrir controles, acoso y desprecio por parte de sus compañeros. (En el Reino Unido el 70% de las transiciones ocurren en chicas).

Con esta ley se les tendría que facilitar el tratamiento con bloqueadores hormonales al inicio de la pubertad para impedir el desarrollo de los caracteres sexuales secundarios si así lo solicitan. Sin informe médico o psicológico que avale su condición de transexual, ya sabéis. También las cirugías de reasignación de sexo correspondientes. Son cambios en muchos casos irreversibles, cuando la mayoría de estas disforias desaparecen al terminar la pubertad. ¿Esto no es patologizar a personas sanas, en este caso menores?

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¿Quién sale ganando con esta ley? ¿De dónde salen tantos billones de dólares dirigidos a gobiernos y medios de comunicación para que el sexo deje de ser considerado un hecho biológico? Los famosos principios de Yogyakarta, a los que apelan como si se tratase de un documento vinculante a nivel internacional, no tienen ninguna validez jurídica. Nacen de un grupo de expertos que se reúnen a título individual y financiado por un lobby (reconocido por ellos mismos) con intereses en el ámbito médico y farmacéutico.

El documento no ha sido asumido por ninguna conferencia ni asamblea general de la ONU, aunque lo estén vendiendo como tal. No existe la libre autodeterminación de género como derecho humano reconocido en el derecho internacional. Sin embargo, sí existe el sexo como el hecho biológico sobre el que se fundamenta la opresión de las mujeres y el género como constructo social, tanto en la legislación internacional como en la española, por lo cual, como indica Alicia Miyares, un Estado no puede sostener una cosa y la contraria. La izquierda está cayendo en la trampa del neoliberalismo posmoderno que, junto al patriarcado, son los que salen reforzados con esta ley.

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«Podemos jugar a que el sexo no existe, pero ignorar el sexismo deja a la intemperie a quienes padecen su opresión» (Atenea Acevedo. Mujer trans).

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