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Que el mundo está en pie de milagro es una sospecha que me acompaña desde que tengo uso de razón, y los acontecimientos que han copado las noticias durante las últimas semanas no hacen más que acrecentar la sensación de que la casualidad, en el ... entorno de una especie a la que la deriva evolutiva ha acabado por situar al borde del precipicio de la estupidez, tiene un peso específico mayor que nunca antes en la Historia. La crisis del coronavirus es el último eslabón de una cadena interminable de errores, cuyo rastro podría perfectamente llevarnos hasta la caverna primigenia; lo de Plácido Domingo, la muestra definitiva de que los deslices de los hombres no siempre son involuntarios; y la crisis pública de Ciudadanos, el mejor ejemplo para ilustrar que hasta en los grupos humanos menos numerosos se instalan al final las luchas a muerte por el poder.
Sin embargo, si tuviese que escoger un solo reducto para protegerlo de manera eficaz, exacta, casi estajanovista, de los surcos del azar, sería sin duda el de los oficios ligados al campo y a las materias primas, que al fin y al cabo son los que alimentan y visten a la humanidad. Por eso, ver a hordas de agricultores protestando en las calles por una política de precios que desprecia —valga la redundancia— los productos que permiten la supervivencia del ser humano en la Tierra me hace pensar que el mundo tal y como lo conocemos ya se ha terminado, y que la gran chapuza final está a la vuelta de la esquina. En cualquier caso, como siempre, las soluciones llegan tarde, mal y a rastras al universo bípedo y desastroso en el que nos movemos. Quizá, sólo tal vez, empecemos a espabilar cuando nos demos cuenta de que el wifi no se come.
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