Cuando llega el calor, los chicos se enamoran y las hortensias se mueren. La que teníamos en el patio no aguantó el verano pasado; la que nos regalaron en marzo tampoco aguantará este. De hecho, ya ha detectado la subida de las temperaturas: está empezando ... a apagarse, a entristecerse. Cultivar a orillas del Mediterráneo plantas del norte es jugar a ser Dios cuando no le llegas ni a los talones al padre Mundina.

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Por mucho que la cuide, sé que la hortensia acabará muriendo, como sé que se estropeará el aire acondicionado. Sucederá lo mismo que sucede todos los años por estas fechas: asfixiados, lo encenderemos, escucharemos un zumbido y permaneceremos atentos, esperando a que salga un chorro de aire frío. Y no saldrá. Ya ves: el aire acondicionado, que se tira el invierno tocándose los filtros, no quiere currar cuando le toca. Macho, es tu trabajo.

Anticipándome al desastre, llamo al técnico. Mira el aparato, lo enciende. Funciona. Lo apaga, lo enciende de nuevo. Vuelve a funcionar. Repasa la máquina, el mando. «Está todo en orden, señora». «Pero se va a romper», insisto. Me mira con la misma incredulidad con la que yo miro a las echadoras de cartas, me chulea un pastizal por no arreglar algo que no está roto y me deja descompuesta y a merced de una profecía que se cumplirá en breve.

Otro verano más pasaré los días y las noches con la piel en llamas, la camiseta empapada y los muslos mojados, pero no como Kathleen Turner en 'Fuego en el cuerpo', atractiva y seductora, sino como un filete de merluza cociéndose en papillote: la personificación de la antilujuria. Con el calor se calientan la vida, las cosas, las cabezas; todo se incendia. Yo también. A pesar de que una sea ya más cenizas que carne.

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