En la vida hay que disfrutar hasta de aquellas cosas de las que no nos vanagloriaríamos en público. Yo soy experta en placeres culpables: el otro día me comí una docena de churros a medias con mi hermana, raro es el año que no vea ... la saga completa de James Bond por la tele y cada 1 de enero lo doy todo dirigiendo desde la cocina la Marcha Radetzky. Y este martes, por supuesto, me tragué entera la ceremonia de entronización de Naruhito, el nuevo emperador de Japón. Llega un punto en el que el cuento del choque cultural nos suena hasta rancio, y no quisiera caer de nuevo en el tópico: ni cultura milenaria ni gaitas. Lo que les pasa a los japoneses es que son raros con avaricia. Son tan suyos que, durante la Segunda Guerra Mundial, a los yanquis les hizo falta poner a sus antropólogos a trabajar para predecir sus comportamientos en la batalla. Fruto de esa investigación nació 'El crisantemo y la espada', de Ruth Benedict, un libro polémico, contradictorio y hermoso que da cuenta de la complejidad de la idiosincrasia japonesa.
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De toda la parafernalia que ha rodeado el acto -gritos de 'banzai' y cortinillas de función escolar incluidas-, la palma se la lleva la emperatriz Masako: se pasó dos horas sentada en un trono chiquitito y embutida en un traje imposible que impedía cualquier movimiento. Naruhito le pidió matrimonio siete veces porque, por lo visto, ella no estaba muy convencida. No me extraña: para una mujer formada en Harvard, con una carrera diplomática meteórica y sin lazos con la dinastía Yamato, ese matrimonio era una trampa. La presión que sufrió por no haber concebido un hijo varón terminó por afectar a su salud mental, y en pleno 2019 su hija, la princesa Aiko, aún no puede heredar el trono. Las doce capas de su kimono me parecen pocas para simbolizar el peso que la tradición ha impuesto sobre sus hombros.
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