Las diez noticias imprescindibles de Burgos este martes 21 de enero

Con voz de alcaldesa pedánea, este miércoles he declarado oficialmente el fin de la Navidad en mi casa. He quitado el belén, desmontado el árbol y guardado las guirnaldas de luces hechas un lío, sabiendo que el año que viene nos pasaremos tres horas desenredando ... cables. Después, todavía en pijama y en legañas, me he comido el último trozo de roscón con ansia viva, como el condenado a muerte devora su última cena antes de ir hacia un cadalso de brócoli y pechuga a la plancha. No ha quedado ni la fruta escarchada.

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Ahora solo resta ir cambiar los regalos. La ilusión que sientes al levantarte y ver el salón convertido en un escaparate del Precio Justo se torna en decepción en cuanto abres los paquetes y compruebas que esa camiseta te está pequeña, que ese gorro solo te lo pondrías si te amenazaran a punta de pistola o que ese libro te lo ha comprado una persona que odia tanto la literatura como un poeta tuitero. Hoy habrá colas de gente devolviendo regalos, o subiéndolos a Wallapop, que cualquier día te das de morros con el jersey de cashmere que le has regalado a tu cuñada la pija.

Pero es que resulta muy difícil acertar. Sobre todo a mí, que nunca doy con la talla adecuada; sobre todo ahora que no nos hace falta nada porque lo tenemos todo a golpe de clic, que esperamos con más impaciencia a los repartidores de Amazon que a los pajes de los Reyes Magos, que nos autorregalamos cuando queremos, que casi hemos perdido la fe en que alguien conozca nuestros deseos mejor que nosotros mismos. A pesar de ello, de que vivimos envueltos en un consumismo impaciente y compulsivo, este miércoles nos levantamos tempranísimo y nos pusimos a desenvolver los regalos con el entusiasmo de un crío pequeño. Y fuimos felices.

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