Con voz de alcaldesa pedánea, este miércoles he declarado oficialmente el fin de la Navidad en mi casa. He quitado el belén, desmontado el árbol y guardado las guirnaldas de luces hechas un lío, sabiendo que el año que viene nos pasaremos tres horas desenredando ... cables. Después, todavía en pijama y en legañas, me he comido el último trozo de roscón con ansia viva, como el condenado a muerte devora su última cena antes de ir hacia un cadalso de brócoli y pechuga a la plancha. No ha quedado ni la fruta escarchada.
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Ahora solo resta ir cambiar los regalos. La ilusión que sientes al levantarte y ver el salón convertido en un escaparate del Precio Justo se torna en decepción en cuanto abres los paquetes y compruebas que esa camiseta te está pequeña, que ese gorro solo te lo pondrías si te amenazaran a punta de pistola o que ese libro te lo ha comprado una persona que odia tanto la literatura como un poeta tuitero. Hoy habrá colas de gente devolviendo regalos, o subiéndolos a Wallapop, que cualquier día te das de morros con el jersey de cashmere que le has regalado a tu cuñada la pija.
Pero es que resulta muy difícil acertar. Sobre todo a mí, que nunca doy con la talla adecuada; sobre todo ahora que no nos hace falta nada porque lo tenemos todo a golpe de clic, que esperamos con más impaciencia a los repartidores de Amazon que a los pajes de los Reyes Magos, que nos autorregalamos cuando queremos, que casi hemos perdido la fe en que alguien conozca nuestros deseos mejor que nosotros mismos. A pesar de ello, de que vivimos envueltos en un consumismo impaciente y compulsivo, este miércoles nos levantamos tempranísimo y nos pusimos a desenvolver los regalos con el entusiasmo de un crío pequeño. Y fuimos felices.
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