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El mes pasado se cumplieron 75 años desde que, en 1945 y con la tierra aún humeante tras el fin de la II Guerra Mundial, se fundó la Organización de Naciones Unidas. Unos años más tarde se aprobó en su seno la Declaración Universal de ... Derechos Humanos, cuyo espíritu tan bien condensó Hannah Arendt gracias a una expresión afortunada -«el derecho a tener derechos»- que, sin embargo, pone de manifiesto la fragilidad de las personas frente a tan alta institución. Este derecho primigenio depende hoy del color de nuestro pasaporte, que por desgracia sigue muy vinculado al color de quien lo lleva.
Los españoles viajamos con un pasaporte rojo, tono que compartimos con muchos países europeos. El gobierno británico ha decidido que, a raíz del 'brexit', el país cambiará de chaqueta y se pondrá una azul, igual que la de Estados Unidos o Afganistán. Mala noticia para sus ciudadanos: sólo a los pasaportes rojos -por desgracia ni siquiera a todos, y tampoco siempre- nos protege el paraguas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, concebido para garantizar nuestro legítimo derecho a tener derechos. Esta semana ha vuelto a quedar claro lo poco que importan las leyes para quienes no portan el color adecuado. Los saharauis -apátridas o con un pasaporte de papel mojado pudriéndose en su bolsillo desde 1975- aún lidian con la promesa incumplida por la ONU de realizar un referéndum en esa porción de desierto, también humeante, olvidada incluso por la izquierda española; y los migrantes africanos se agolpan en las costas de Canarias con una documentación cuyo color seguirá siendo irrelevante mientras por causa de otro tono, el de su piel, se sigan vulnerando una y otra vez sus derechos fundamentales.
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