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Siempre pensé que a las cuatro y diez del día que Aute se fuese, el reloj me pillaría haciendo algo emocionante. Creía que, cuando me llegase la noticia, estaría viendo amanecer desde una azotea después de una noche de filosofía, guitarras y buena conversación; que ... habría cerrado, con nocturnidad y alevosía, cinco o seis bares; o que me despertaría sola, en un cuarto con vistas a un mar en calma, con toda la vida por delante para escribir estas líneas. En ningún caso, desde luego, imaginaba tener que despedir al hombre que hizo de la libertad un juego de espejos perpetuo desde una cuarentena que termina convirtiendo cada día en una copia de seguridad del anterior. El propio Aute cantó aquello de que «vivir es más que un derecho, es el deber de no claudicar», y en esta resistencia continua que se parece más a una claudicación de lo que nos gustaría reconocer, su pérdida nos sumerge en una profunda tristeza, intelectual y artística, de la que nos costará recuperarnos.
De Aute guardo menos de lo que me habría gustado, pero más de lo que merezco. Aquel concierto con el mejor amigo que tengo, la piel de gallina y la broma que nos ha acompañado, hasta ayer mismo, acerca de su eternidad -«los cinco pavos ya te los daré cuando palme Aute»-; el porro que se encendió con total impunidad, el día que lo conocí, en una institución educativa; la palabra de Miguel Munárriz, que seguirá alimentando su memoria con historias de colores que nos hacen sentirlo piel con piel; el multitudinario homenaje en Madrid, organizado por los muchos amigos que tuvo; la reconciliación con mi propio nombre, que empezó a gustarme tras comprender 'Al alba'; y la sabia lección de que vivir es, en el fondo, jugar.
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