Cuando llegó el aviso final, yo estaba a mis cosas. Por eso me sorprendió tanto, a pesar que las señales estaban ahí: hacía semanas que mi santo había empezado a acumular turrón de chocolate en la despensa, y que el catálogo de juguetes de El ... Corte Inglés descansaba sobre la mesa de la cocina. Pero nada, yo a lo mío. Ignorándolos. Con las anteojeras puestas para evitar asustarme con la visión del futuro inmediato. Hasta que, al cruzar el salón con el segundo café de la tarde para regresar al ordenador, vi el anuncio de la Lotería de Navidad. Y ya no hubo marcha atrás.
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Me quedé paralizada delante del televisor, con la taza en la mano. De repente, se me vinieron encima las comidas, los renos, los Reyes Magos y las sillas vacías. Sobre todo, las sillas vacías. Están así todo el año, pero en Navidad lo están aún más, y no hay felicidad por decreto ley que llene los huecos, ni tsunami de espumillón que ahogue los recuerdos, ni forma de volver a aquellas cenas familiares a las que llegabas a mesa puesta y a morro torcido, que despreciabas con la altanería propia de la adolescencia, que se te antojaban aburridas y de alegría forzada. Ahora, aquella mesa llena de gente te parece el mejor lugar del mundo. Será porque es el único al que no puedes regresar.
Mientras que el café se enfriaba, en esta misma página Alba Carballal analizaba el anuncio con raciocinio, escuadra y cartabón, tal y como yo hubiera hecho hace años. Pero será que una está ya medio chocha porque, al verlo, mi lógica sucumbió a la ternura de Ramón Barea, y me cayeron dos lágrimas como dos huevos de paloma. Volví al ordenador, me puse las anteojeras y seguí trabajando. A los cinco minutos, me percaté de que estaba buscando la receta de los calamares rellenos. Los que preparaba mi madre en Nochebuena.
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