Veo a las madres con los críos refugiados en el metro de Kiev. Pienso en la belleza epatante de los metros soviéticos, en lo extraordinario que era el de San Petersburgo, en la cantidad de tiempo que tardamos en bajar hasta el andén por unas ... escaleras vertiginosamente empinadas, en aquella mezcla loca entre la ornamentación exuberante y la exaltación del comunismo. Pienso en que aquí ni siquiera hay metro en el que cobijarse.

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Pienso en que entre esas madres que abrazan a sus hijos en las profundidades de la tierra podría estar Natalia abrazada al suyo si ella no hubiera salido de Ucrania a mediados de los noventa, harta de vivir en un país donde le pagaban en especies su sueldo de profesora: un mes en aceite de girasol, otro en trigo, incluso en vodka. Pienso en que, no mucho después de conocernos, Natalia y yo nos quedamos embarazadas a la vez. Pienso en las dos hablando en el comedor, quejándonos del dolor de ovarios y de riñones y ajenas aún a que, en lugar de la regla, nos vendrían dos niños: el suyo de ojos azulísimos, tan rubio el escaso pelo que parecía no tener cejas; el mío melenudo, con unas pestañas negras y kilométricas. Pienso en que nuestros hijos han tenido la fortuna de crecer libres, seguros.

Leo los mensajes de Natalia: he hablado con mi familia, están bien, ellos viven al oeste, todavía no han bombardeado por allí, el país está bloqueado, los supermercados están cerrados, la gente tiene miedo, la gente huye. Pienso si yo tendría algún lugar al que huir, si quedaría un lugar al que volver. Pienso en el pánico, y en la impotencia, y en la desesperación, y en la incertidumbre. Pienso en que nunca pensamos en que esto podría suceder. Y en que nadie sabe qué va a ocurrir mañana.

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