El Día de los Santos Inocentes se conmemora un episodio bíblico que no tuvo ninguna gracia. Y si no se lo creen, pregúntenle a María, a quien no le quedó más remedio que largarse a Egipto con un crío recién nacido a cuestas y acompañada ... por un marido que andaba con la mosca detrás de la oreja por el tema de la paloma. Y todo para que Herodes no sacrificase a su retoño: menudo calvario de viaje de novios. En cualquier caso, y si lo piensan bien, las inocentadas de nuestros días son un justo homenaje a aquel despropósito, porque tampoco son divertidas. Tengo un amigo humorista que odia las bromas, porque considera que son lo opuesto a su oficio: si el humor es, en esencia, un juego codificado entre un emisor y un receptor, en el momento en el que no hay pacto y la risa es unilateral, la magia se quiebra.

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Melville dejó escrito algo al respecto en una novela, 'Moby Dick', que es también la historia de una persecución -y de una huida-: «Existen algunos momentos (.) en que el hombre toma el universo entero por una broma pesada, aunque no pueda ver en ella gracia alguna y esté totalmente persuadido de que la broma corre por su cuenta». Si analizamos, desde esta óptica, los últimos doce meses, puede que empecemos a sospechar que todo ha formado parte de la inocentada más currada de la Historia.

Recapitulemos: tuvimos el espectáculo de la exhumación de Franco, que todavía no se sabe si fue un acto solemne o la última de Álex de la Iglesia; ardió Barcelona, votamos tres veces y la ultraderecha hoy ocupa más de cincuenta escaños en el Congreso; Trump sigue presidiendo EE UU y, para rematar, Boris Johnson acaba de arrasar en Reino Unido. Es posible que llevemos todos un monigote de papel pegado a la espalda y no nos hayamos dado cuenta. Atentos, no vaya a ser que esta noche venga a vernos Juan y Medio con un ramo de flores.

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