El argumento de la exhumación parecía sencillo: sacar a un señor muy malo de una tumba muy grande. Sin embargo, en España somos de naturaleza rococó y -qué le vamos a hacer- tenemos el alma gongorina. Las líneas que siguen son un homenaje a todas ... aquellas pequeñas cosas, como diría Serrat, que sucedieron durante la parafernalia y que casi consiguen que el muerto levante la cabeza. Berlanga, digo.
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Sánchez liberó la agenda para seguir el acto desde Moncloa: yo creo que vio salir el féretro en pijama. El que sí estuvo de cuerpo presente fue Francis Franco, el nietísimo, que intentó colar una bandera franquista en la ceremonia. Horas antes colgó otra en su chalé, pero con el pollo boca abajo. El primero en ver los restos fue un tanatopractor dominicano -este dato le habría encantado al difunto-, y también cobraron bastante relevancia unos marmolistas de Cuenca, a quienes insultaron por profanadores de tumbas; el primer enterrador, que ahora es alcalde de su pueblo; y el embalsamador, que dijo que a la momia iba a dar gusto verla.
El cura fue el hijo de Tejero, y el padre del Padre, por lo que sea, tampoco quiso perderse la jarana. Allí estuvo, bien rodeado: había una pancarta de 'Franco vive' doblada por la mitad, señoras franquistas dispuestas a quemar contenedores, un Ramoncín franquista y hasta un chino franquista. El desenlace fue decepcionante, porque de la maldición de Tutankamón que predijo Abascal, ni rastro. Eso sí: la caja, que parecía un brazo de gitano, casi no les cabe en el helicóptero. Al final le pusieron hasta el cinturón, para que llegase a Mingorrubio atado y bien atado. Mientras, por si faltaba algo, Casado retransmitió en streaming su visita a una fábrica de quesos de León, y en Telecinco vendían una cruz de Covadonga de la Tienda en Casa. Para que luego digan que el cine español es exagerado.
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