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Los jugadores de la selección española levantan el título. EFE
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A la última ·

Martes, 17 de septiembre 2019, 00:06

Cuando ganamos el Mundial de 2006, yo tenía catorce años y jugaba en el equipo del colegio. Hoy tengo veintisiete y nunca me he tomado nada tan en serio como aquellos entrenamientos: nos creíamos muy buenas, casi todo estaba por hacer y poco importaba la ... realidad mientras pudiésemos sentir, sin ningún derecho, que éramos la cantera del baloncesto español. Yo manejaba bien el balón, pero no llegaba al metro setenta y me pesaba demasiado el culo -hay cosas que no cambian-. Aquel oro, sin embargo, fue para mí el primer gran triunfo de la imaginación: nuestras proyecciones, que eran lo más tangible que tenía un grupo de chavalas con el futuro aún en el horno, nos daban oro en el mundial y, por lo menos, algún metal olímpico. La victoria, trece años más tarde, es la misma, pero nosotras ahora somos adultas. Para quienes jugamos durante más de la mitad de los años de nuestra vida, el baloncesto es una herramienta despiadada para medir el paso del tiempo. Ver a Luis Scola defendiendo la albiceleste con treinta y nueve palos, pelo corto y canas es definitivo: la juventud termina cuando tus héroes envejecen.

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