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Hoy se cumplen cuarenta años desde que el Voyager 1 consiguió acercarse a Saturno. O, lo que es lo mismo: hoy se cumplen cuatro décadas desde que los controladores de aquella misión espacial nos dieron una lección de vida involuntaria. El periplo del Voyager 1 ... tenía previstas dos estaciones más, Urano y Neptuno; dos paradas que nunca tuvieron lugar, dos promesas que no llegaron a cumplirse, dos oportunidades intercambiadas por un pájaro en mano. La decisión de sacrificar las siguientes etapas del viaje no debió de ser fácil, pero permitió a la sonda robótica aproximarse al mayor satélite natural del planeta anillado, Titán, que sorprendió a los investigadores con su atmósfera inesperada. La misión, tras este acercamiento, se dio por concluida; pero el giro de los acontecimientos, pese a la renuncia, mereció la pena.
Con los senderos de la vida, que suelen ser intrincados y pocas veces predecibles, sucede algo parecido. Uno tiende a pensar que lo tiene todo bajo control: vivimos creyendo que nuestro trabajo, nuestra casa, nuestra pareja y hasta nuestros hijos serán tal y como los hemos invocado tantas veces en el campo minado de la imaginación. Sin embargo, también los satélites de nuestros planetas personales nos sorprenden con sus propias atmósferas y, sin previo aviso, descubres que tu vocación estaba en otra parte, que ya no quieres vivir en esa ciudad, que te has enamorado de otro a una semana de la boda o que tu hijo, ése que iba para médico, te sale actor de teatro. Y también descubres que no pasa nada, porque la vida no siempre está más allá: el presente termina por desvanecerse para quienes viven esperando el futuro perfecto que les aguarda en los anillos de Saturno.
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