Leo con estupor la historia de Laurent Simons, un niño belga que este diciembre se convertirá en la persona más joven, hasta la fecha, en completar un grado universitario. El chaval tiene nueve años, y en menos de un mes tendrá también bajo el brazo, ... como si nada, como si la cosa no fuese con él, el título de la ingeniería que comenzó a cursar en marzo en la Universidad Tecnológica de Eindhoven. Dice la criatura que las humanidades no se le dan tan bien como las ciencias, pero habla con soltura inglés, alemán, francés y holandés. Sin despeinarse, Laurent ha conseguido, en su primera década de existencia, un 'curriculum vitae' que mantendría encerrado en la biblioteca hasta los 21 a cualquier alumno aplicado con aspiraciones académicas. Por lo visto, sus padres ya han decidido que lo que toca ahora es volcarse en su carrera, pero la cuenta de la vieja es fácil hasta para un cerebro corriente: al chico le sobran doce años.
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La vida entera cabe entre los nueve y los 21, y esas experiencias que terminan por conformar nuestra manera de estar en el mundo no hay cursillo de doctorado que las sustituya, ni coeficiente intelectual que las acelere. Poco importa si Laurent decide irse a California o a Oxford: las primeras veces nos aguardan allá donde vayamos. Puede que la primera vez que sienta que sus padres no le entienden esté terminando su tercera carrera; tal vez la furia del primer amor le parta por la mitad con un doctorado ya en el bolsillo; y a lo mejor, cuando se independice, su casa se llenará por las tardes de colegas que quizá por las mañanas asistan a sus clases. También existe la posibilidad, si tiene un poco de suerte, de que no se le desgarren los átomos ante el despeñadero de la pérdida hasta mucho después de ganar un Nobel. Y entonces -pero sólo entonces- sabrá en qué consiste ser adulto.
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