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Recuerdo el día que murió Andrés Montes. Hace ya más de diez años de aquello, pero los aficionados al baloncesto todavía no hemos terminado de entender que la voz ronca que salpimentó la victoria en el mundial de Japón ya no nos vaya a acompañar ... en más madrugadas de insomnio y NBA. Hoy, con el fallecimiento de Michael Robinson, nos sucede a todos algo parecido. Montes y Robinson tenían muchas cosas en común: una forma de hablar peculiar, el convencimiento íntimo de que el deporte es algo más que competición, una sonrisa franca en la boca y el optimismo incrustado en los genes. También comparten que ambos, por desgracia, se han ido demasiado pronto.
Cuando anunció en público su enfermedad, Robinson dijo: «el cáncer me puede matar, pero no me va a matar todos los días». El espíritu era el mismo que el de aquella viñeta en la que Charlie Brown le decía a Snoopy que un día se iban a morir, y el perro, sin duda más sabio, le contestaba: «Cierto, Charlie, pero los otros días no». Porque la vida, como decía Montes, puede ser maravillosa; y no sería el miedo a la muerte quien se la jodiese a Michael. Robinson es irreemplazable, y su marcha supone un varapalo para la selección española de voces conciliadoras, que en estos tiempos cada vez ficha menos. Que vaya calentando James Rhodes, otro comunicador nato, lleno de talento y también enamorado de nuestro país, que contagia de buen rollo todo lo que toca. Es verdad que todos los jugones sonríen igual: amor por el deporte no sé si tendrá, pero en 'Acento Rhodes' sonaría Bach, se discutiría sobre gramática española y se compartirían recetas para la Thermomix. No es mal plan para un miércoles de cuarentena. Seguro que Robinson lo escucharía.
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