Conozco pocas cosas más gratas que la curva de aprendizaje de un principiante: abrupta, de una violencia casi vertical y, en apariencia, sin fin. Sin embargo, el placer inmenso de la iniciación parece vedado para los adultos, como si todo aquello que no aprendiésemos de ... niños llevase implícita una renuncia vitalicia. Hace poco acompañé a mi pareja a un gimnasio de judo del barrio. El maestro, al enterarse de que no tenía experiencia, no tardó ni un segundo en disuadirle: aquí, el que menos, lleva veinte años haciendo judo, le dijo; en esta sala entrenan campeones de España, le dijo; no podría prestarte atención, le dijo; sólo los niños empiezan desde cero, le dijo. Él sólo quería sentir otra vez el vértigo genuino de quitarse un cinturón blanco y ponerse uno amarillo, pero ese tipo de deseos humildes no están bien vistos en el pobre mundo de los mayores.

Publicidad

Me resisto a pensar que los adultos ya no podemos ser, como decía Bowie, absolutos principiantes. «Apenas podría pasar nada, / nada con lo que no podamos lidiar. / Somos absolutos principiantes / sin mucho que perder». No quiero renunciar a las pocas cosas que todavía hago por el placer de hacerlas, ésas que no están contaminadas por el oficio y que ni siquiera están mediadas por un objetivo. Hacer algo, lo que sea, sabiendo que hacerlo lo mejor posible no es lo mismo que hacerlo bien: ésta es una de las pocas maneras que nos quedan, cuando crecemos, de equivocarnos sin temor, de hacer preguntas tontas sin ser juzgados y de conservar nuestra capacidad para mirar el mundo con los ojos frescos de quien no tiene por qué saberlo todo. Es en los comienzos donde todavía podemos, por seguir con Bowie, ser héroes. Aunque sea por un día.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad