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«Soy mujer, soy madre, soy italiana, soy cristiana». Es el mantra y la declaración de intenciones de la ganadora de las elecciones italianas, la ultraderechista Giorgia Meloni. Lo que era anatema, casi una contradicción, es ya un fenómeno habitual: las ultraderechas de Francia (Marine ... Le Pen), Alemania, Dinamarca o Noruega tienen o han contado con dirigentes femeninas.
Esta promoción de mujeres en la derecha radical tiene un componente utilitario. Así lo explica la politóloga y profesora de la Universidad de Bath Ana Catalano Weeks: los partidos de ultraderecha, por cada votante femenina, tienen dos masculinos. «Esta enorme brecha de género significa que un lugar para buscar nuevos votantes está en las mujeres», afirma. Estos partidos eligen a más candidatas, bien cuando tienen un electorado muy masculinizado, bien cuando pierden votos. «Apelan estratégicamente a las votantes aumentando la visibilidad de las mujeres en el partido», comenta Weeks. «Esta estrategia parece tener éxito», con fuerzas como la de Le Pen y la de Meloni atrayendo más votantes mujeres. Weeks añade que los primeros datos postelectorales sugieren que Meloni tuvo tantos votos de mujeres como de hombres.
Otra cosa es que la presencia de mujeres implique que la ultraderecha se haga feminista. La filósofa Luisa Posada Kubissa, citando a Amelia Valcárcel, recuerda: «El feminismo no es mujerismo; no es que haya mujeres, sino un compromiso con la agenda feminista. Y aquí no lo hay».
Los discursos de Meloni y Le Pen se distancian del feminismo en otra cuestión: estas líderes hacen descansar su llegada a la cúspide de la política a sus propios méritos. El feminismo interpreta las conquistas de las mujeres como fruto de un movimiento colectivo de lucha por la igualdad.
Pero tanto Le Pen como Meloni usan la retórica feminista; se han apropiado, en palabras de Posada Kubissa, de parte del discurso y de figuras feministas. Aunque ello, explica la filósofa, no viene acompañado de una voluntad real de poner en marcha políticas de igualdad de género. Y, si lo hacen, es sólo como coartada para su racismo o su xenofobia.
Las medidas de conciliación por las que aboga Meloni buscan que el déficit de mano de obra de Italia no se cubra con migrantes, afirma Posada. Le Pen, en su carta a las mujeres del pasado 8-M, aludía a las «prácticas importadas» como amenaza para las francesas y prometía deportar a los extranjeros que incurran en el acoso callejero o en la delincuencia sexual. Le Pen hacía una ligazón entre la protección de los valores occidentales, la seguridad de las mujeres y la criminalización de la inmigración. Es lo que la politóloga Sara R. Farris bautizó como «feminacionalismo»: la instrumentalización de la defensa de las mujeres contra los derechos de los no-franceses, no-italianos o no-blancos.
Respecto a si el éxito de mujeres de ultraderecha es positivo para todas las mujeres, si contribuye a romper techos de cristal, Weeks analiza: «Si normalmente diría que es bueno ver a una mujer en lo más alto al margen de su ideología, en este caso sus raíces fascistas me previenen de ver algún beneficio». Pero concede que puede haber políticas de Meloni que no sean malas para las mujeres (quiere garantizarles que no tengan que dejar de trabajar cuando son madres) o, al menos, matiza, que no sean malas para las mujeres italianas, blancas y heterosexuales. Aunque añade que la victoria de Meloni amenaza los derechos LGTBI+ y el aborto.
Otra cuestión es por qué la ultraderecha va conectando con el electorado femenino. La socióloga Marina Subirats señala que las mujeres pertenecen a clases sociales distintas, su vínculo de solidaridad no es uniforme, por lo que también tienen ideologías diversas. Tanto Meloni como Le Pen apelan a las mujeres: la primera ha tratado de empatizar con las madres trabajadoras y sus desafíos; y la segunda anima a las mujeres a que se postulen para puestos de responsabilidad.
Y también hay otras diferencias entre Le Pen y Meloni, que observa Posada: la francesa ha moderado su discurso y se ha distanciado de los perfiles más religiosos; en cambio, la italiana reivindica su identidad cristiana y su maternidad, lo que la engarza con el tradicionalismo. Y si Le Pen se autodenominó feminista «no hostil» (identificando falazmente el feminismo con el odio a los hombres), Meloni milita contra la denominada «ideología de género».
Subirats plantea dudas sobre cuánto pueden durar los liderazgos femeninos en la derecha radical si sólo se consideran «utilitarios» para ganar votos o tratar de popularizar sus discursos entre un público más amplio. Anticipa la pronta aparición de contradicciones entre la misoginia ultraderechista y la cierta agenda teñida de violeta de sus candidatas. Y toma el ejemplo de las líderes de la derecha radical para plantear que la entrada de las mujeres en política no siempre implica la transformación de la política, sino que su acceso al poder puede transformar a las mujeres y convertirlas en émulas de los varones y coartadas de su machismo.
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