Pedro Sánchez tuvo claro desde el primer momento que su estrategia en Cataluña sería distinta a la de Mariano Rajoy. Primaría la política sobre los tribunales. Lo hacía por convicción, pero también por interés dado que necesitaba el respaldo en el Congreso de los ... independentistas para gobernar. Pero su apuesta ha cosechado magros resultados. Los gestos del Ejecutivo socialista han desatado las iras de la oposición mientras que en la Generalitat han suscitado más desdén que entusiasmo.
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Josep Borrell se lamentaba en diciembre de que «la política del ibuprofeno está teniendo poco éxito». Dos meses después se ha podido constatar que el antiinflamatorio no ha surtido efecto en el mundo independentista catalán. Descontado que la resolución del conflicto catalán llevará muchos años y será tarea para otra generación de políticos, el Gobierno de Sánchez se planteó enfrentarse al menos a los síntomas. Pero ni por esas. El objetivo político era, además de normalizar la convivencia, atar a Esquerra y al PDeCAT para la aprobación de los Presupuestos, el motor que debe llevar la legislatura hasta 2020. Pero las dos formaciones soberanistas presentarán, los republicanos ya lo han hecho, enmiendas a la totalidad al proyecto financiero, y en la Moncloa mucho se temen que no van a retractarse a última hora.
El alto coste político asumido por los socialistas corre por tanto el riesgo de irse por el sumidero. La estrategia del apaciguamiento de Sánchez no era bien vista por todos en el PSOE, incluso entre los ministros, y los críticos vieron cumplidos sus temores en las elecciones de Andalucía. El discurso de los pactos secretos con los independentistas y las cesiones cuajó, y la tibieza siempre recibe un voto de castigo. Con el agravante de que lo que para la oposición era una sucesión de claudicaciones, para el mundo soberanista apenas eran migajas.
Sin entrar a valorar el alcance de las medidas, es evidente que Sánchez ha dado pasos políticos en Cataluña. Después de siete años de inexistencia, recuperó las reuniones bilaterales Estado-Generalitat, la próxima está prevista para el 21 de febrero. También retiró recursos ante el Constitucional contra leyes aprobadas del Parlament, como la de asistencia sanitaria universal o la de emergencia habitacional. Amén de incrementar del 13 al 18% la inversión estatal en Cataluña recogida en los Presupuestos.
Los guiños de complicidad también han menudeado con los líderes soberanistas presos y con el juicio que empezará el martes. El Gobierno decidió casi nada más tomar posesión trasladar a los nueve encarcelados de Madrid a prisiones catalanas. La Abogacía del Estado, dependiente del Ministerio de Justicia, rebajó su acusación de rebelión a sedición que lleva aparejada una menor pena de prisión. También han proliferado los comentarios de miembros del Gobierno contrarios a la prisión preventiva de los encausados, y desde algunos despachos gubernamentales se ha cultivado la hipótesis del indulto.
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Nada de ello es relevante para los independentistas, que exigen la puesta en libertad hasta el juicio de sus dirigentes y el cambio de criterio de la Fiscalía para que renuncie a la acusación de rebelión, por la que se piden hasta 25 años de prisión para Oriol Junqueras.
El último gesto gubernamental ha sido la admisión de la figura de un relator para la mesa de diálogo entre partidos sobre Cataluña. «Alta traición» para la oposición; «incompresible» para muchos socialistas; y un gesto inocuo para los soberanistas. El Ejecutivo de Quim Torra y los secesionistas reclaman un observador internacional para las negociaciones sobre la autodeterminación de Cataluña entre el Gobierno y la Generalitat.
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En definitiva, todo lo que procede de Madrid es insuficiente para el mundo independentista, ya sea en el ámbito económico, político o judicial. Borrell, si persiste este grado de intransigencia, se mostró partidario este martes en el Senado de «suspender la terapia del ibuprofeno». Pero su opinión no es compartida por todo el Consejo de Ministros. La vicepresidenta Carmen Calvo, quizá la más señalada por el enquistamiento, insistió en dialogar «hasta la extenuación».
El cansancio y la sensación de fracaso, sin embargo, se empieza a extender en el Ejecutivo. Hay ministros que, en privado, sospechan que entre los independentistas se ha impuesto la tesis de «cuanto peor, mejor», y no van a hacer nada para evitar la derrota de Sánchez y provocar el adelanto electoral. Según este planteamiento, la llegada de la derecha al Gobierno de España ensancharía la base social del soberanismo y echaría por tierra el argumento de que en Cataluña no hay una mayoría secesionista.
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