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Hace siete años, Albert Rivera y Juan Carlos Girauta iban en un taxi por Madrid, y el ahora diputado por Toledo preguntó a su acompañante «¿tú sabes que algún día serás presidente del Gobierno?» «Sí», respondió el líder de Ciudadanos. Rivera tiene esculpida esa meta ... en su cerebro, y la tiene desde que su partido no era ni por asomo lo que es ahora. Con esa convicción en la mochila y su cara de yerno ideal, actúa con mano de hierro ante todo lo que pueda obstaculizar su llegada la Moncloa.
La conversación anterior está recogida en un libro de Iñaki Ellakuria y José María Albert de Paco publicado hace cuatro años sobre el partido naranja, pero es una obviedad para todo aquel que frecuenta al presidente de Ciudadanos. Esa fe explica en buena medida el comportamiento de Rivera ante la crisis abierta por la ruptura con Manuel Valls, el tirón de orejas de Emmanuel Macron, la dimisión de Toni Roldán, la salida de la dirección de Javier Nart, y la aparición de sonoras voces críticas como la de Luis Garicano. Primero guardó silencio, desapareció de la escena y regresó para dar un puñetazo en la mesa con invitación incluida a los críticos para coger la puerta y organizar su partido. «No conocéis a Albert», es un comentario habitual en su círculo más cercano, donde no sorprenden los prontos del líder.
Una respuesta contundente vista desde fuera pero esperable en alguien que tiene un concepto caudillista del liderazgo político. Nunca le han hecho sombra dentro del partido, ni ha dejado que se la hagan, porque se siente predestinado para los más altos designios políticos. «Tiene la Moncloa entre ceja y ceja», reconoce en privado un diputado 'riverista' que nunca osaría a hacer bromas en público sobre los planes de su jefe.
El líder liberal ha modelado el partido a su gusto, sin permitir la disidencia. Así se puede comprobar en la larga relación de abandonos de la organización creada hace 14 años, entonces se llamaba Ciutadans, para combatir el modelo educativo lingüístico de la Generalitat y que en su primer congreso fundacional eligió al líder entre sus fundadores por orden alfabético. Albert era el primero de la lista. Desde entonces no le ha temblado el pulso. «No es un blandengue aunque su imagen diga otra cosa», afirma uno de sus colaboradores.
Rivera se presentó a sus primeras elecciones generales, las de diciembre de 2015, con un proyecto centrista, socialdemócrata y antinacionalista. No le fue mal. Ciudadanos obtuvo 40 diputados. Ensayó el pacto con los socialistas para la investidura de Pedro Sánchez, acercamiento que se vio con naturalidad por su aparente cercanía ideológica. Pero fracasó y en la repetición de las votaciones, en junio de 2016, cayó a 32 escaños. Ahí se produjo el 'clic'. Detectó que el crecimiento de su partido estaba por la derecha. Dicho y hecho, en el congreso del partido en 2017 abandonó el ideario socialdemócrata y abrazó el liberal. La ideología siempre ha sido algo elástico para Rivera.
Las expectativas electorales se dispararon y justo antes de la moción de censura del año pasado coqueteaba con la idea de ser primera fuerza. Las encuestas avalaban el sueño. Pero todo cambió con la caída de Mariano Rajoy y la llegada de Sánchez. Un relevo que rebajó los humos naranjas, pero acentuó el escoramiento hacia la derecha con el veto al 'sanchismo' y, por ende, al PSOE como compromiso electoral. Un error táctico para muchos, pero no para él. Por paradójico que puede parecer, Rivera tomó nota del 'no es no' del líder socialista a Rajoy. Comprobó que la obstinación contra el criterio de la mayoría tenía premio.
Es lo que ha hecho ahora. Ciudadanos ha obtenido los mejores resultados electorales en su corta vida con un mensaje conservador y antisocialista. En su debe está que el éxito llegó en el peor momento del PP, y ni siquiera así logró arrebatar a los populares la primacía en la derecha. Pero ya llegará y sin cambiar el rumbo, dicen en el entorno más próximo al líder, el «circulo Malú»según las malas lenguas.
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