Pablo Iglesias, camarada vicepresidente
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Seis años después de su fundación, lleva a Podemos al primer Gobierno en coalición de la democracia como vicepresidente de Derechos Sociales y Agenda 2030pablo martínez zarracina
Madrid
Jueves, 9 de enero 2020
Fue una de las imágenes de la primera jornada del debate de investidura: Pablo Iglesias poniéndose de pie y pidiéndole a su bancada moderación, serenidad, cabeza fría. Con su habitual ceño fruncido de redentor resignado y aquel gesto universal de calma, Iglesias evitaba la reacción ... de los suyos ante el tumulto que la intervención de la portavoz de Bildu provocaba entre los diputados del PP, Vox y Ciudadanos. El Congreso era una pelea de bar. Iglesias pedía calma. El líder de Podemos tuiteó: «Todos los diputados tienen derecho a tomar la palabra sin que les llamen asesinos o terroristas…».
Vayamos diez años atrás en busca de otra imagen. Universidad Complutense, octubre de 2010. Un Iglesias más joven y afilado lidera a un grupo de estudiantes que boicotea una charla de Rosa Díez. «Fuera fascistas de la universidad», corean ante la mirada satisfecha, muy seria, táctica, del joven profesor de la coleta. Se diría que ambos episodios están unidos por una evidencia contradictoria: Pablo Iglesias ha pasado de impedir las intervenciones del rival en la universidad a pedir calma en el Congreso para que todo el mundo ejerza «su derecho a tomar la palabra». En realidad, los dos episodios están unidos por una evidencia a secas. Iglesias hace en ambos casos lo mismo: ostentar el poder y utilizarlo para indicarles a sus subordinados cómo actuar del modo más favorable a sus intereses.
Ahí tienen uno de los principales rasgos del vicepresidente del nuevo Gobierno: puede ponerse épico o sentimental, pero es un animal político pragmático. Incluso cuando se contradice es fiel a sí mismo. Porque siempre ha tenido claro que la política real es la lucha por el poder, que el juego consiste en hacerse con él, y que el poder, cuando se tiene, se ejerce.
Discípulo de Lenin y Gramsci, también de Tyrion Lannister, Iglesias nunca ha disimulado su fascinación por la autoridad, la fuerza, el desafío, la acción y otras características atribuibles al macho alfa. Propulsado por una campaña mediática sin precedentes en nuestro país, muy pronto se mostró partidario de cualquier clase de caudillismo que, eso sí, estuviese a su cargo. Podemos es la historia de un sueño asambleario puesto en riesgo por el personalismo de su líder. También la historia de un milagro transformado en fratricidio: todos esos amigos de la universidad consiguiendo lo imposible en las europeas de 2014, alcanzando las alcaldías de Madrid y Barcelona en las municipales de 2015 y comenzando después a acuchillarse en público y en privado como un partido más. Esa batalla, quizá la más dura, Pablo Iglesias también la ganó. Ni siquiera Curro Vázquez ha estoqueado más seres vivos que él en Vistalegre.
Además de una inteligencia evidente, de un uso de la demagogia aplastante y de una capacidad discursiva superior a la media política del país, Iglesias ha demostrado estos años una resistencia extraordinaria. Sometido a una exposición salvaje, ha sobrevivido a ataques, infundios, polémicas, desvaríos, crisis y errores, siendo con frecuencia víctima de sus propias trampas. Un ejemplo: después de aburrir al país con lo de Vallecas y el «orgullo de barrio», cuesta más explicar la compra del chalé con piscina en la sierra.
El precio que ha pagado es alto y se le nota en el físico. También en el estilo. Hoy Pablo Iglesias explica que, antes que la política, están sus hijos. Hay en él, a ratos, algo de triunfador exhausto. Pero la pasión política manda. Si la mezcla de ambición, talento, megalomanía y exposición debió ocasionar una combustión rápida, lo que ha generado es un vicepresidente. El modo en que aquel joven profesor de la Complutense ha llegado al Gobierno de España es asombroso. Solo Soraya Sáenz de Santamaría alcanzó más joven la vicepresidencia, pero lo hizo desde el círculo de confianza de Rajoy. Pablo Iglesias llega al Gobierno liderando un partido que fundó él mismo hace seis años. Que el presidente de ese Gobierno sea Pedro Sánchez, quizá el único político español que puede comparársele en términos de ambición, resistencia, amor por el poder y egolatría, garantiza una legislatura imprevisible, pero un espectáculo shakesperiano de primer nivel.
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