Pudo ser presidente del Gobierno en dos ocasiones. Se lo ofreció el Rey, cuando borboneaba en la Transición, y se lo ofreció Adolfo Suárez en los turbulentos años del desguace de la UCD. Pero Landelino Lavilla declinó ambas ofertas. «Nunca te sustituiré como presidente del ... Gobierno. No sabría estar en el Gobierno sin ti de presidente». Fue, según las crónicas de la época, su respuesta al todavía presidente en julio de 1980 en una charla durante un cónclave de los barones de la formación centrista en la conocida como 'casa de la pradera'.
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Landelino, a secas, fue uno de los escasos políticos de la Transición al que compañeros y rivales identificaban por su nombre, el apellido era de atrezo. Murió este lunes a los 85 años. Para la historia queda su imagen de presidente del Congreso cuando Antonio Tejero entró en el hemiciclo pegando tiros. De aquel 23-F apenas quedan recuerdos de su actuación. «¿Qué ocurre?», preguntó al del tricornio. «Quítate de ahí», le respondió. Y Landelino se quitó. Solo volvió a hablar con él, fracasado el golpe, para decidir el orden de salida a la calle de golpistas y diputados
Pero su gran papel en aquellos intensos años fue el de ministro de Justicia entre 1976 y 1979. Una cartera para la que estaba predestinado. Su labor aún se recuerda en el caserón de la calle San Bernardo.
Empollón, serio, cristiano de misa y comunión, apadrinado por el episcopado, entró a formar parte del grupo Tácito, un colectivo de políticos, intelectuales y algún periodista que buscaba una apertura democrática desde la dictadura. Fue uno de los 'fontaneros' a las órdenes de Torcuato Fernández Miranda en la redacción de la ley de reforma política que autoliquidó el franquismo.
Considerado el ala derecha de la UCD, lidió con todos en aquel partido arca de noé. Tendría enemigos, imposible no tenerlos en aquella sopa de siglas y familias mal avenidas, pero era respetado por tirios y troyanos. «¿Está don Landelino en su despacho o está ya expuesto?», comentó un día con su usual acidez Leopoldo Calvo-Sotelo en referencia a la religiosidad de su compañero y su perenne presencia en el sillón de presidente del Congreso, como la custodia en un altar.
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Pero no solo en su partido, también se granjeó la consideración de los rivales. IU le propuso en 1992 para presidir el Tribunal Constitucional y dos años más tarde Felipe González pensó en él para Defensor del Pueblo. Pero no. Dio por finalizada su carrera pública en 1983. Leal como era, encabezó la listas de UCD en las elecciones de 1982, en las que recibió un varapalo como no se recuerda. Renunció a su escaño y volvió a su casa, el Consejo de Estado. Allí empezó. Allí terminó.
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