Pocos voces autorizadas en el Tribunal Supremo se podían imaginar el desenlace final que ha tenido la huida a Bélgica de Puigdemont y un grupo de exconsejeros catalanes la madrugada del 30 de octubre pasado. Asesorados por su equipo jurídico (Jaume Alonso Cuevillas y Gonzalo ... Boye), el expresidente de la Generalitat cesado por el artículo 155 aprovechó que no existían medidas cautelares que limitasen sus movimientos para huir.
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La juez de la Audiencia Nacional Carmen Lamela, primera instructora de la querella de la Fiscalía, dictó entonces una orden europea de detención y entrega el 3 de noviembre contra Puigdemont y cuatro exconsejeros. En el escrito dirigido a las autoridades belgas les imputaba cinco delitos. Y a finales de noviembre remitió el sumario al Supremo al perder la competencia. El nuevo juez instructor era Pablo Llarena.
La primera consecuencia de este movimiento hizo respirar a los huidos. Llarena retiró la OEDE de Lamela a la espera de que avanzara la investigación y ante el temor de que la justicia belga no aceptase la entrega por algunos de los delitos perseguidos aquí, según el principio de doble tipicidad.
En ese auto de 5 de diciembre, Llarena ya dejaba entrever las dificultades que podrían surgir y su solución en caso de que un tribunal de otro país cercenase la euroorden, como ha ocurrido con el órgano alemán. «Los procesados que están a disposición de este órgano podrían ser enjuiciados por todos los delitos, colocándose así en peor derecho que quienes están fugados. Por ello, existen motivos legítimos para retirar las órdenes».
Dicho y hecho. La Policía alemana detuvo a Puigdemont el 25 de marzo pasado tras cruzar en coche la frontera con Dinamarca, en cumplimiento de la OEDE reactivada dos días antes por Llanera. La primera impresión en el Supremo era que la entrega era más favorable que en Bélgica. Nada más lejos de la realidad. La defensa del expresidente contactó con Wolfgang Schomburg, exjuez del Supremo alemán y uno de los grandes especialistas en derecho penal internacional, que se puso manos a la obra para convencer al tribunal de Schleswig-Holstein de que no hubo rebelión. Mientras tanto, el Estado español, en un exceso de confianza, se puso en manos de la Fiscalía del land, renunciando a presentar a un equipo propio.
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